Hacia donde van las miradas. ¿Para qué festivales en tiempo de penurias?
por Aldo Ternavasio
1. ¿Para qué sirve un Festival? Para muchas y muy diversas cosas. Algunas mutuamente excluyentes y otras no. No me interesa repasarlas a todas, sino, en todo caso, formular un par de observaciones sobre lo que yo defiendo en la producción artística en general y en la audiovisual en particular y que conciernen a la existencia de los festivales. En este caso, el festival Gerardo Vallejo. Desde ya, es un posicionamiento personal y, como tal, parcial y discutible. Hasta caprichoso. Soy conciente de que defiendo unas ideas sobre el cine y el arte en general que no sintonizan bien con el espíritu de nuestra época. No considero que las respuestas a los asuntos que voy a plantear sean únicas. Así que parto de un hecho evidente. Lo que propongo es una posición minoritaria y no me parece mal que sea así. No obstante, lo que aquí está en juego no es el lugar menor, sino su supervivencia como algo más que una inerme experiencia marginal.
2. No tiene ningún sentido abordar esta cuestión de manera abstracta. Este festival, como la mayoría, tiene una relación muy específica con la provincia, la región y el país en el que se sitúa. La primera razón para tener un festival en Tucumán es, sin dudas, al menos tres grandes objetivos, la promoción, el fortalecimiento y la expansión de un campo artístico-cultural que reune a varios agentes muy diferentes pero entrelazados. Claramente, la Universidad, el Estado y las Asociaciones de realizadores, técnicos, actores, etc. La manera en que se deben abordar estos objetivos es, como toda política, materia de discusión. Lo que sería conveniente es partir de cierto consenso que sirva de marco que discutir las formas de concretar esos objetivos.
3. La segunda razón, es, para mí, aún más importante que la primera. Tiene que ver con crear las condiciones de posibilidad para que no sea sólo el mercado el que defina qué se produce, distribuye y exhibe y cómo seblo hace. El mercado no es únicamente el resultado de quienes lo dominan —hoy claramente las plataformas—, sino también, de quienes consumen los llamados bienes culturales. Que los destinatarios de esos bienes adopten la forma de consumidores ya es parte del problema. Lo que quiero decir es que un festival, a mi juicio, debe contrarestar los consensos de mercado en virtud de criterios inherentes a la producción que se considere. Cumplir un papel contra-hegemónico. El cine, para simplificar al extremo, oscila entre dos polos. De un lado tiene a la industria del entretenimiento y, del otro, a lo que podríamos denominar el oficio artístico.
4. A priori, no hay ningún privilegio en ninguno de los dos polos. En la práctica, sólo el ejercicio de una ceguera activa y militante puede pasar por alto la descomunal asimetría entre ambos polos. Hablo de polos porque hay infinidad de mezclas posibles, pero ninguna de ellas tendría oportunidad si, en los extremos, no hay algo que sostenga la tensión que atraviesa al sistema. De un lado, el capital. ¿Y del otro? Sí ya se arranca de una asimetría descomunal estre esos polos, la situación se agrava a niveles de vida o muerte cultural. Especialmente en la actual coyuntura política. El desafío es, por lo menos, doble. Es necesario producir cine, algo que de raíz está no sólo discutido sino (espero que solo momentáneamente) saldado en los hechos. Hoy el cine argentino ha sido asesinado a quemarropa.
5. Pero no sólo es necesario producir cine. Es de vital importancia producir el cine que el mercado no sólo no produce sino que evita que se produzca. Es decir, el cine que produce —muy laboriosamente, por cierto—, espectadores en lugar de consumidores. Porque un espectador hace algo más que obtener una satisfacción a cambio de un dinero. Un espectador participa de la creación de un valor colectivo más allá de la rentabilidad empresarial del negocio del cine. De lo contrario, todo lo valioso de una sociedad, las cosas que le son propias porque son comunes a todos se tornan un commoditie que las corporaciones explotan de manera tan extractiva como lo hace una minera o la industria petrolera.
6. El cine, el arte y la cultura representan el espacio en el que la vida fija sus propios fines y, por tanto, no deben rendir cuentas al contador de ninguna sociedad anónima ni, sobre todo, subordinarse a la lógica de la acumulación privada de capital. Debe rendir cuentas, desde luego, porque el arte siempre tiene una dimensión colectiva aún cuando sea solitariamente realizado. Pero de otra manera. ¿Por qué una película impresindible como El juicio de Ulises de la Orden no fue vista por casi nadie, mientras Argentina, 1985, un largometraje por lo menos objetable en cuanto a lo que permite hacer visible de lo que estuvo en juego en el Terrorismo de Estado durante la dictadura cívico-militar de los ’70 obtuvo tanto reconocimiento? Porque la primera exige un espectador dispuesto a resignar horas de consumo y la segunda no. Entonces, los festivales, a mi juicio, deberían propiciar, poner en circulación, en discusión y en valor los aspectos sociales y culturales que hacen de la vida algo más que una mercancía. Son, o deberían ser, no lugares de competencia, sino, de conflicto y cooperación.
7. Una vez más, no me refiero a cuestiones abstractas. Sin festivales sería imposible un Pedro Costa, por ejemplo. Seguramente, Costa haría cine hasta con una fotocopiadora si fuese necesario y, seguramente, haría un gran cine. Pero ningún tucumano, ningún alumno de cine, ningún realizador regional tendría la oportunidad de verlo. Entiendase bien. El festival de Tucumán es muy pequeño, no puede exhibir una película de Pedro Costa. O tal vez sí, no sé. Pero no me refiero a eso. Me refiero a que si no hubiera un circuito de festivales que legitiman, fomentan y hagan circular películas como Vitalina Varela, estás no existirían. O, si de algún modo lograran existir, infinitamente menos personas podrían verlas. El daño sería tremendo. No obstante, Campanella no se vería afectado en nada. Al contrario.
8. Las que no existirían, —y elijo estas dos películas por razones especificas—, son, por ejemplo, Z32, del israelí Avi Mograbi o The art of Killing, del holandés Joshua Oppenheimer. Dos películas que estan en la base de la posibilidades de nuestra epoca de resistir a la brutalidad en tanto que crean los valores simbólicos y culturales de toda resistencia formulable. Resistencia al brutalismo contemporáneo, tal como caracteriza el gran filósofo camerunés, Achille Mbembe, al conjunto de prácticas necropolíticas propias del neoliberalismo y las ascendentes ultraderechas actuales. Ni hablar de las obras tan importantes de realizadores como el chileno Patricio Guzmán o el colombiano Luis Ospina. O un Cesar González. ¿No merece una restrospectiva? ¿Una invitación? ¡Experimentación villera! Qué valor tiene.
9. Y, sin ciertos festivales, se perderia también, si se me pernite el término, toda la biodiversidad estética, es decir, todo el acervo humano de afectos y percepciones generado a lo largo de los siglos por millones de artesanos, artistas y pueblos. Ciertos circuitos de festivales, no los más populares han permitido que la conexión del cine y el legado de las artes de la imagen se mantenga activa. ¿Hace falta ver Godard para entender el volumen de toda la historia de imágenes y formas de ver y experimetar lo humano y lo no humano que se encuentra al borde de la extinción?
10. Pongo estos ejemplos (podrían ser miles) porque se trata de realizadores que fueron o son capaces de conservar la potencia del arte pero siempre abriéndola hacia el presente y, por tanto, dejandola disponible para el futuro. Ese futuro no solo no está asegurado, sino que se encuentra a milímetros de la cancelación total.
11. Crear nuevas posibilidades para la vida es la potencia del arte y su enemigo mortal siempre es el poder sobre la cultura. La potencia de las imágenes de, por ejemplo, Yakuman, hacia donde van las aguas*. El notable largometraje del joven realizador tucumano, Pedro Ponce Uda, surge de su capacidad de confrontar a las imágenes de(l) poder. No voy a entrar en detalles aquí (aunque sí lo haré en breve, porque la película lo demanda), pero es esa toma de partido por la potencia sonorovisual de las imágenes lo que perfora las imágenes del poder y permiten que otras voces den cuenta de otra experiencia historica y, por tanto, de otro recorrido vital. Otro cauce. Aquí, experiencia y experimentación son indisociables. Yakuman no cuenta otra historia. Pone en escena otra potencia de la experiencia y hace que la historia sea otra cosa. Por eso la experimentación en las artes (y en las llamadas humanidades en general) es indispensable. Que la historia pueda ser otra cosa y no sólo otra historia, hace que pueda ser vivida y, tal vez, contada desde otros lugares que no responden al poder de los que se imponen. Que una historia, la historia, puedan ser otra cosa crea cambios. O, al menos, crea la posibilidad de esos cambios.
12. Digo ésto porque me parece una oportunidad perdida el hecho de que dos peliculas como Yakuman y En vos confío, de indiscutible valor cinematográfico, no hayan recibido ningún reconocimiento. No digo primeros premios. La discusión por el «podio» es menor. No lo es el desconocimiento del valor artístico de estos trabajos, porque para la sociedad tucumana y su naciente campo cinematografico ocurre, como con todo lo sólido, que ese valor se disuelve muy rápidamente en el aire. Cae como la negra ceniza de la clandestina quema de caña que en estos días padecemos. Y es un lujo que no nos podemos dar. No estoy seguro sobre cómo se debería poner en valor (uso esa fórmula en boga, pero no me gusta nada) estas producciones. Si solamente las instancias competitivas lo pueden hacer o si hay otras formas. Lo que me parece imprescindible es buscar una alternativa.
(*) Todas las imágenes pertenecen a Yakuman. Hacia donde van las aguas