La niña callada (2022)

Por Candelaria Fernández Sabaté*

Elegí esta película, dirigida por Colm Bairéad, del extenso catálogo de Mubi sin muchas expectativas para ver un día cualquiera de una semana cualquiera. No sabía que iba a encontrarme con una obra de arte del storytelling. Hermosamente triste y de una sutileza asombrosa, cuenta la historia de una niña de nueve años de familia pobre de la Irlanda rural de los años ochenta, en la que hay tantos hermanos que no se sabe quién es quién y su madre está embarazada a punto de dar a luz, por lo que ambos padres deciden enviarla a la casa de unos parientes lejanos a pasar el verano. Ella no los conoce, ellos tampoco. Cuando llega a la casa de sus tíos, al bajarse del auto se olvida la valija y el padre se va sin darse cuenta. Él nunca volverá para dejarle su ropa. Este detalle aparentemente inocente que pretende mostrarnos el desinterés de ese padre por su hija, pasa desapercibido escurriéndose en la narrativa, pero nos muestra el hilo que hay que seguir. En esa casa nueva, ajena y enorme, no hay niños, sólo un matrimonio adulto. Cuando la mujer se da cuenta de que Cáit no tiene qué ponerse, le ofrece las ropas de un niño, a pesar de que allí no parece vivir ninguno. La niña no pregunta.

Cáit es una niña sensible, temerosa y delicada que a pesar de vivir en un entorno hostil no ha perdido la ternura. Se hace pis por las noches, su mirada transmite una profunda tristeza, pero también curiosidad y ansias de algo nuevo. Su tía la baña, le hace la cama, le cepilla el pelo, le dice que no tiene nada que temer y que allí no hay secretos. Ella confía. Pero hay algo más, algo que no se dice, que está inscripto melancólicamente en las paredes de una habitación empapelada con motivos infantiles.  

La película es una maravillosa comprensión de la experiencia infantil y la simpleza es la cualidad que ambas tienen en común. Es un viaje nostálgico a esos tiempos cuando podíamos correr sin miedos, gritar y ensuciarnos antes de conocer la civilidad para volvernos irremediablemente adultos. Allí en esa casa, ella descubrirá que puede ser, quizás por primera vez en su vida, una niña a la que le enseñan cosas, le dirigen la palabra, incluso juegan con ella. El ritmo de la película tiene la misma suavidad de su protagonista y es también el ritmo en el que va creciendo el afecto entre ellos. Su tío, de pocas palabras y ojos cansados, irá poco a poco permitiéndose conocer a Cáit, y entablarán un vínculo con la esperanza de algo que por fin no esté atravesado por el dolor. Y también va a conocer por primera vez el amor cuando hasta entonces solo parece haber conocido la indiferencia, y entenderá lo que es un hogar.

Finalmente, la niña descubre el secreto, que no era tal para la pareja sino un hecho trágico para el que no hay palabras. Y se decepciona. Pero allí estarán nuevamente las calmas palabras de su tío, y ella no entiende del todo, pero de alguna manera vuelve a confiar en aquellas personas que acabarán por convertirse en las más significativas.

El final es emocionante. Una escena de un minuto pero que lo contiene todo y por la que vale la pena toda la película. Por supuesto, sin diálogos, con el silencio y la intimidad de dos cómplices con un lenguaje común. Y al igual que Cáit, nos ilusionamos con ella con la esperanza de que todavía hay cosas hermosas.

Mi verdad, mi carácter y mi nombre estaban en manos de los adultos; yo había aprendido a verme con sus ojos; yo era un niño, ese monstruo que ellos fabrican con sus pesares.” (Jean Paul Sartre)

*Psicóloga.

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