Deleuze para tucumanos. Los primeros 100 años de Gilles

La filosofía necesita una no filosofía que la comprenda, necesita una comprensión no filosófica, como el arte necesita un no arte y la ciencia una no ciencia.
Deleuze y Guattari
Con la filosofía moderna deleuziana-guattariana nos apropiamos del poder constituyente inmanente por medio del diagnóstico, y no del poder constituyente trascendente por medio de la contemplación o de la reflexión.
June Fujita Hirose
por Aldo Ternavasio
Hace unos años llegué a un asado con amigos, con una botella de vino en una mano y un libro en la otra. Había estado leyendo en un bar toda la tarde. En un momento se acercó Adriana, la anfitriona, y con total inocencia me preguntó por qué me gustaba tanto Deleuze. Como ocurría casi siempre —y aún ocurre—, de él era el libro que acompañaba el vino. Lo pensé unos segundos y comencé a balbucear respuestas torpes que me hundían cada vez más en una perpleja estupidez. La pregunta me dejó estupefacto. Un cross de Tyson directo a la mandíbula. Especialmente considerando que toda mi vida me la pasé leyendo al gran Gilles. De las fuerzas que modelaron mi vida, la suya es, sin lugar a dudas, una de las más potentes.
Sin embargo, la pregunta de Adriana no era fácil. Y sigue sin serlo. Podría haber parafraseado la célebre humorada del sarcástico Michel Foucault de Theatrum Philosophicum: porque «algún día el siglo será deleuziano». No lo hice, pero de haberlo hecho lo habría dicho en otro sentido. No porque crea que el siglo XXI «piensa» deleuzianamente, algo que nunca pasará, sino porque aquello sobre lo que Deleuze pudo pensar es hoy, a mi modestísimo juicio, un relevamiento de la impasse mortal en la que nos encontramos: para resumir, la relación entre capitalismo y esquizofrenia o, si se prefiere, la impasse del deseo frente a sus aparatos de captura, sus líneas de muerte, pero también sus líneas de fuga.
En tiempos de retornos fascistas no podemos pasar por alto las insistentes advertencias de Deleuze. Si algo enseñaban los textos escritos a partir de los 70 es que el fascismo nunca se fue, porque desarrolló una mutación liberal, molecular, que no deja de estragarnos. Y no se trata de un epifenómeno. Para vislumbrar sus alcances se requería inventar nuevos conceptos porque había que enfrentar nuevos problemas. Siempre la tarea es esa. Deleuze es el nombre de esa novedad que ya lleva medio siglo en los márgenes de un mundo que se extingue: Occidente. En Tucumán, por razones que se me escapan, Deleuze fue tratado con un notorio desprecio. Salvo algunas escasas excepciones, por supuesto, pero que, como yo mismo, fueron de lectores silvestres de su pensamiento. Afortunadamente, Argentina tiene la suerte de tener un deleuzismo muy vivo, militante, joven e infatigablemente activo.
De entre todas las singularidades de Deleuze, diría que hay una que nunca dejó de asombrarme. Nunca condescendió a morigerar «los compromisos vergonzosos» que asumimos con el horror de nuestra época, pero, a la vez, tampoco nunca le cedió a ese horror ni la alegría ni la potencia creativa de la vida, aun cuando éstas no puedan contraefectuar la obra de ese horror. Para convencerse de esto basta con leer lo que Deleuze escribe de Kafka, de Beckett, de Woolf, de Artaud, de Kleist, de Proust, de Burroughs, de Boulez, de Bacon (el pintor), del cine… La lista es muy larga. Es posible que ningún otro filósofo le haya dedicado tanto al arte y haya pensado tanto su disciplina en relación con él.
Deleuze nació hace cien años, el 18 de enero de 1925. Se formó en Francia en un período dominado primero por la fenomenología y el existencialismo, y luego por el estructuralismo (en todas sus variantes) y el psicoanálisis. Y, por supuesto, el marxismo. París era un fulgurante hervidero de ideas. Allí, el encuentro con Félix Guattari era inevitable. Si tuviera que elegir cuál fue el legado imprescindible del pensamiento del siglo XX al XXI, defendería hasta las últimas consecuencias lo que me parece un hecho indiscutible: los libros escritos a cuatro manos por ambos pensadores.
Pero me detengo en Deleuze un momento más. A pesar de ciertas imágenes que circulan en torno a él, no me parece muy arriesgado afirmar que fue el último gran filósofo que construyó una máquina sistemática de pensar. Por supuesto, esto no quiere decir que no habrá otros, pero no es la dirección que parece seguir la filosofía. Diferencia y repetición fue publicado a sus 43 años —¡junto con Spinoza y el problema de la expresión!—, al calor del ’68 francés. Un año después llegaría Lógica del sentido, pero todavía haría falta un encuentro para que la potencia del pensamiento de Deleuze se filtre por las fisuras del acontecimiento político y dé cuenta de las formas de existencia de nuestro tiempo. Ese encuentro, por supuesto, fue con Guattari. Con él escribirá Deleuze cuatro libros. Uno de ellos, el primero, obtuvo un éxito inusitado: El Antiedipo. Capitalismo y esquizofrenia I. La gigantesca —en todos los sentidos posibles— parte II tuvo que esperar hasta 1980 para ver la luz y constituye una obra singular y desbordante que puede medirse con cualquier obra cumbre de la historia de la filosofía: Mil mesetas. Unos años antes, siempre con Guattari, habían publicado un libro pequeño pero extraordinario, Kafka. Por una literatura menor. Y a comienzos de los noventa, al final de la vida de ambos, publicaron su testamento intelectual: ¿Qué es la filosofía?.
Deleuze es, tal vez, uno de los grandes maestros de la modernidad. Para él, el arte, la ciencia y la filosofía son otras tantas formas de pensar, y hacerlo es indisociable de un acto de creación. Dejemos de lado todo el angelismo abrochado a esa palabra. La creación es siempre una confrontación con algo impensado y, por tanto, algo que el pensamiento puede afrontar solo relacionándose con su propia disolución. Disolución en dosis posibles. Demasiada, nos expone a la muerte; demasiada poca, al resentimiento hacia la vida. Cada cual deberá descubrir cuánto. Pero el punto es que no hay norma. Baruj Spinoza, uno de los filósofos tutelares de Deleuze, tiene una frase que expresa lo que se juega aquí: no sabemos lo que puede un cuerpo. Se trata de experimentar. No habrá habido pensamiento, en la filosofía, la ciencia o el arte, sin experimentación. No habrá habido experimentación sin exposición a la disolución del pensamiento y del pensador.
Si se me pidiera que explique en cinco minutos lo que yo entiendo de Deleuze, afortunadamente podría responder: no se puede. Sin embargo, algo podemos decir. Por ejemplo, esto: nada es sino por sus relaciones con otras cosas. Todo aparece desde un fondo de multiplicidades y allí no hay otra cosa que diferencias que se repiten como diferencias. Un fondo múltiple de relaciones diferenciales sin «identidades» últimas o primeras. La genialidad de Deleuze es, por supuesto, su capacidad para extraer las consecuencias de esta idea. Es posible mencionar algunas palabras clave de su obra, pero es engañoso, porque son nombres de conceptos creados por el filósofo —eso es para él la filosofía— y tienen un sentido filosófico que cobran vida solo en relación al conjunto de conceptos y problemas. Así, rizoma, agenciamientos, deseo, plano de inmanencia, máquina de guerra, aparato de captura, signo, imagen-tiempo, lógica de la sensación, devenir-mujer, devenir-animal, devenir-imperceptible, sociedad de control, vida inorgánica y un larguísimo etcétera, solo significan algo cuando penetramos en los problemas que plantea Deleuze. Es un filósofo, y no un escritor de autoayuda.
No obstante, es un filósofo extremadamente generoso. Y en parte, lo es porque también lo debemos reconocer como un gran escritor. Un filósofo-artista. Sistemático como un científico, expresivo como un novelista. El Deleuze escritor es el que nos permite acceder al pensamiento por medio de la imaginación, el sueño o el delirio. Es conocida la afirmación de D&G sobre El Antiedipo: se dirigía a un público de entre 15 y 18 años. Y en realidad no era solo una provocación. Se trataba de una apuesta a futuro, pero también de liberar una zona no académica para el pensamiento filosófico. El libro, como todos los de nuestro autor, es de una dificultad técnica mayor y de una erudición que fascina pero que, por momentos, también intimida. No obstante, igual de cierto es que sus obras también se pueden leer como grandes poemas del pensamiento y así extraer de ellos verdades de otra naturaleza, más afines a una vida cualquiera que a una sistematización académica.
También fue un gran maestro de lectura. Y junto al lector de filósofos, está el filósofo pedagogo. Otro de sus legados exquisitos es la enseñanza. Sus clases, que, afortunadamente, están siendo editadas por una editorial argentina, Cactus, son extraordinarias. No solo siguen amorosamente los rastros de las singularidades de los pensadores que expone (algo no muy frecuente), sino que construyen con ellas una escena en la que podemos presenciar la dramaturgia de su pensamiento en acto. El linaje que se construyó Deleuze es revelador. Entre los grandes, Spinoza, Nietzsche y Bergson son quizás los insoslayables centros de gravedad en torno a los que se desplegaron las trayectorias aberrantes de sus grandes creaciones conceptuales. Pero con Deleuze siempre nos quedamos cortos (Simondon, Freud, Maimónides, Duns Scoto, Lucrecio…). La lectura de Deleuze no cesó de engendrar «hijos contra natura» en los filósofos leídos. Pero también en escritores, cineastas, músicos, pintores. En esto, su trayectoria fue increíblemente sistemática. Desde su primer trabajo sobre Hume, pasando por Nietzsche, Bergson, Leibniz, los dos libros sobre Spinoza. En todos los casos fue fiel y, a la vez, sorprendentemente original.
Otro aspecto que me parece destacable es la curiosidad infinita de Deleuze, pero sobre todo su capacidad para encontrar claves en autores menores, olvidados o ignorados. Un caso ejemplar es el de la controversia entre los naturalistas Cuvier y Étienne Geoffroy Saint-Hilaire, con quien construyó el concepto de cuerpo intensivo.
Retomemos nuestra coyuntura. Vivimos tiempos realmente oscuros. Cambios hegemónicos anuncian un régimen de guerra que nos toma de rehenes, aun sin que los ejércitos entren en acción. El cambio climático dejó de ser una predicción para comenzar a arrojarnos sus primeros desastres. Crisis de migrantes (Auschwitz on the beach, como dice Bifo Berardi sobre el mar Mediterráneo), genocidios en curso, extremas derechas en ascenso, tiranías tecnocorporativas nunca antes vistas… El capitalismo relanza un ciclo de acumulación primitiva, es decir, activa sus formas más violentas de apropiación de lo común, esta vez por vía de la tecnología algorítmica y la IA. Y lo hace en un escenario geopolítico inequívocamente posoccidental. Pero también vivimos una época de una riqueza de pensamiento excepcional. Hay una desterritorialización generalizada en la que lo humano, lo animal, lo tecnológico, lo geológico, etc., entran en composiciones literalmente impensables en un pasado cercano. ¿Cuánto depende hoy de nuestra capacidad de realizar esos ensamblajes impensables? Impensables salvo por Deleuze. Se me dirá que exagero. Es posible. No obstante, si hay una ontología del mundo contemporáneo —y no una deconstrucción interminable—, la hay en Deleuze. Si quieren saber qué hacer, no lo lean. Si buscan la fuerza para hacer otra cosa y lograr que nuestros problemas cambien, no dejen de leerlo. Por suerte, hoy, incluso hasta en lugares como Tucumán, Argentina, nos llegan muchas voces en las que podemos escuchar la de Deleuze. Hay un devenir-Deleuze posible al alcance de la mano. Lo que no hay son tips.
En Deleuze tiempo y pensamiento son casi lo mismo. Es un pensador del tiempo, de la creación y, por tanto, de las fuerzas que la impiden. Si hay una voz polifónica en la filosofía contemporánea, esa es la de Deleuze que, por ello, es mucho más y mucho menos que una voz individual.»Una sola y misma voz —concluye la última frase de Diferencia y repetición—, para todo lo múltiple de mil caminos, un solo y mismo Océano para todas las gotas, un solo clamor del Ser para todos los entes. Siempre que se haya alcanzado para cada ente, para cada gota y en cada camino, el estado de exceso, es decir, la diferencia que los desplaza y los disfraza, y los hace retornar, volviéndolos sobre su extremidad móvil». Ese clamor del Ser cuyo exceso desplaza y disfraza cada ente nos ha sido arrebatado por este capitalismo que, al final de su vida, Deleuze describió en ese breve retrato hablado del presente que es Poscriptum sobre las sociedades de control. Que el problema cambie quiere decir, entre otras cosas, que podamos percibirlo como nuestro propio clamor. Un clamor que nos recuerda que deseamos estas formas de vida que, no obstante, no dejamos de odiar por los estragos causados. Honrar ese odio es trazar una línea de fuga respecto de él. Por ahí pasa mi amor por Deleuze.