Millones marchamos contra el genocidio israelí en Gaza porque estamos hartos de nuestras sangrientas historias

Scores shot dead by Israeli soldiers at food distribution point in Gaza

Por Aldo Ternavasio

La única paz verdadera es la que se conquista en las calles. Si alguien merece el Nobel de la Paz —suponiendo que recibir el galardón de Obama o Machado fuera un honor— son los millones de personas que se movilizaron contra la vileza israelí en Palestina. Ellos forzaron a sus gobiernos a pronunciar la palabra prohibida: genocidio. Y aunque luego esos mismos gobiernos hicieron solo gestos vacíos, finalmente fueron hechos. ¿A qué Estado palestino dicen reconocer cuando saben que, sin la intervención directa de Europa y Estados Unidos, nunca habrá Estado palestino en la práctica?

Sin embargo, creo que algo ha cambiado.

En 2003, cuando Bush estaba por comenzar la invasión a Irak con la excusa de las armas de destrucción masiva —que todos sabíamos que no existían— millones de europeos salieron a la calle como nunca antes. Una y otra vez.

No tuvo ningún efecto. Todo siguió según el plan.

Las armas nunca aparecieron, pero los negocios sí: petróleo, contratos de reconstrucción y, sobre todo, el objetivo estratégico del aliado regional de EE.UU., Israel: destruir Irak.

El genocidio en Gaza es Israel, pero Israel es EE.UU. y Europa.

La modernidad china libera a los occidentales, paradójicamente, de su propia modernidad: ya no hay supremacía que sostener.

EE.UU. está en una guerra civil latente, molecular.

Los liberales se horrorizan de Trump, pero él no es más que la verdad desnuda del liberalismo esclavista y sangriento que, en el crepúsculo, vuelve con todas las facturas en la mano.

En Europa, la situación no es muy diferente.

El Brexit ya lo hacía evidente, pero la crisis migratoria, los pogromos en España, las extremas derechas filtrándose por todas partes, el régimen de guerra marcando el paso en todos los ordenes de la vida, más la abyecta complicidad con un genocidio que, en el fondo, sentimos propio.

No es de Putin. No es de Al-Assad. No es de Xi Jinping.

Somos nosotros. Son nuestros amigos, los amigos de nuestros amigos, nuestros parientes, nuestros compañeros de trabajo, las familias de nuestros compañeros. Son las personas de las películas y las series que todos vemos por televisión.

Es nuestra civilización.

Por eso Judíos por Palestina, o la Red Internacional de Judíos Anti sionistas —por nombrar solo un par—, y por eso también la vasta tradición judía crítica del colonialismo supremacista —de Haganah, Irgun y Lehi—, que se remonta hasta Hannah Arendt y Alberto Einstein, expresan lo que para mí es el dato más relevante de este tiempo, cuyo costo fueron setenta mil rehenes (sí, rehenes) asesinados por las FDI. Estas se limitan a ejecutar, mayormente, mujeres y niños —en una proporción sin precedentes en la historia moderna— encerrados en un campo de concentración que Israel domina y vigila metro por metro, sin casi arriesgar nada.

El dato al que me refiero es decisivo: así como la ultraderecha crece, millones de occidentales (y occidentalizados) se hartaron de serlo. De ser modernos, de guiarnos por derechos humanos sesgados —encarnados en los Estados realmente existentes— y de ser, a la vez, los mismos predadores de siempre que vienen masacrando poblaciones indefensas desde hace siglos.

El genocidio israelí —desatado por el ataque del 7 de octubre, a su vez provocado por quince años de matanzas continuas (unos 5000 palestinos, en su mayoría mujeres y niños), un bloqueo brutal y setenta y cinco años de ocupación colonial, limpieza étnica y apartheid— está generando un hartazgo movilizante.

A la mierda con nuestra superioridad.

Ya está demostrado que no somos superiores a nadie —solo supremacistas—, ni moralmente ni tecnológicamente.

Ya no tenemos que seguir jugando el juego siniestro del capitalismo colonial occidental.

Ya no tenemos que mirar con condescendencia a nadie: nuestras vidas son cada vez peores, igual de precarias y con la misma ausencia de futuro.

Si Donald Trump fantasea con un complejo hotelero de lujo sobre las fosas comunes de Gaza, bien podemos invertir la ecuación y reconocer que todo el resplandor de Occidente está edificado sobre fosas comunes cuya extensión se pierde en la memoria de la modernidad cristiana secularizada. Simplemente, comenzamos a estar asqueados de nuestra historia.

Imagen: EFE/EPA/Mohammed Saber.

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