El oratorio de los cuerpos solubles

por Aldo Ternavasio
«Yo sé muy bien lo que soy
Ternura pa’l café
Solo soy un terrón de azúcar
Sé que me funde el calor
Sé desaparecer
Cuando tú vienes es cuando me voy»
Estos son los primeros versos en español de Berghain, el adelanto lanzado en video del nuevo disco de Rosalía. Antes, un coro con orquesta entona en alemán: “Tu angustia es mi angustia, tu rabia es mi rabia, tu amor es mi amor, tu sangre es mi sangre.” Una especie de oratorio desde el cual emerge la expresiva voz de soprano ligera de Rosalía.
Yo diría que ella, en todos sus discos, de manera deslumbrante y conmovedora —y entre muchas otras cosas—, expresa la incapacidad de nuestra época de relacionarse con el pasado como algo pasado y con la historia como algo histórico. Ambos, desde hace varias décadas, parecen coexistir con nuestro presente como algo también presente. Todo el pasado y todas las historias están a la mano, disponibles como insumos existenciales listos para ser recombinados.
Ese anacronismo estructural no es simple eclecticismo: es una forma de misticismo contemporáneo, donde el pasado se invoca no como cita sino como presencia, como si toda la historia —la del arte, la religión, el cuerpo— vibrara todavía en el presente.
Esto, por sí mismo, no es ni bueno ni malo. Hay una cantidad descomunal de recombinaciones que no producen nada y, cada tanto, aparece alguna que nos coloca frente a una singularidad desafiante. Sin dudas, Rosalía pertenece a ese linaje de artistas capaces de dar una vuelta de tuerca más al horizonte recombinante de nuestra cultura. Su obra transmite algo que se ha vuelto un bien escaso en las sociedades contemporáneas: certidumbre. Del afecto, del dolor, del amor, del desamor… en suma, de un tiempo vivido con lacerante intensidad.
Pero ese compromiso con la certidumbre impone un precio derivado de aquello de lo que se alimenta: la ambivalencia. Esta brota de cada pliegue de la obra. Parecen cualidades autoexcluyentes, pero no lo son. No, al menos, en las manos de una artista tan talentosa como Rosalía.
Se trata de recorrer una y otra vez, como una liturgia fatal, el camino tortuoso del cuerpo castigado a causa de la promesa del placer y de una alegría que podría afirmar las potencias de la vida. Una y otra vez, como en el video en el que las secuencias se repiten. La única forma de salvarnos es mediante una intervención divina, canta Björk casi al final de la canción. ¿Salir del loop o más bien repetirlo hasta alcanzar el éxtasis? Se trata, sugiere la canción, de consagrarse a la intervención de un Dios que se expresa aquí por la voz de un hombre. ¿Viene de un hombre por ser divina y/o es divina por provenir de un hombre? En cualquier caso, la divina providencia responde un tanto traperamente: “te follaré hasta que me ames” (Yves Tumor, músico francés electrónico experimental). Lo dice un varón con una voz un tanto desesperada pero, tal vez por eso, también algo brutal.
Todo se repite, circula por un loop que no cesa de volver sobre sí mismo. El hábito monacal se loopea con el glamour, el oratorio con la canción pop y el tecno libertino de Berghain, el misticismo con la medicina, la lírica con el fado… Pero nada es anacrónico ni se siente fuera de lugar porque el mundo de Rosalía ahora se transforma en un mundo de éxtasis visionario. No hay nada oculto o silenciado en el pasado que nos ofrezca una alianza con la que confrontar nuestro presente. El cuerpo, sus aventuras y desventuras, sus placeres y sus excesos no son aquí más que modos de llegar a algo más grande que él. Algo sagrado.
Berghain es el nombre de la mítica catedral berlinesa del techno a la que literalmente sólo acceden algunos elegidos; es célebre por su ambiente libertino. La canción de Rosalía, con la lógica del loop elevado a la dignidad de un relicario y con el virtuosismo musical propio de la artista, resuena como un gran llamado: como el llamado de una vocación (por breve que sea) a conservar la “angustia”, la “rabia”, el “amor” y la “sangre” lo más lejos posible de la vitalidad de lo profano.
No sé qué quiere decir esto. Pero apostaría mi último dólar a que tanta belleza no puede no ser un espejo incómodo de nuestra época.
