Lo que el fetichismo de Milei oculta  

Por Aldo Ternavasio* ¨

Yo diría que el mileismo es anterior lógica e históricamente al propio Javier Milei. El aspecto disruptivo de Milei es que su presencia hizo cristalizar un medio ideológico -una sensibilidad, una forma de ver las cosas- que, de todas maneras, tiene una historia propia independiente de la aparición del cruzado libertario. De alguna manera esa historia ya estaba entre nosotros desde hace varios años y a la vista de todos. Claramente, comenzó dándole el triunfo a Macri en 2015 y se manifestó en las formas en las que el peronismo negoció sus candidatos a presidente. No obstante, lo que se venía interpretando como enojo y desencanto parecía no tener los rasgos de una identidad propia. Expresaba más una negación (rechazo al sistema político) que una positividad novedosa (una manera de entender la vida social). Al menos, es lo que se prefería creer. El triunfo de Milei y la adhesión que aún concita su figura después de cinco meses de devastadora gestión libertaria deberían obligarnos a ver este proceso de otro modo. Este es lo que siempre fue, una profunda transformación en la fisionomía ideológica de una parte muy significativa y heterogénea de la sociedad argentina. La presencia deslumbrante de Milei parece ocultarlo y en esta carismática oclusión, justamente, reside parte de su fuerza.

Si previamente aceptamos que todo proceso histórico es singular y que, por tanto, siempre nos exige forjar formulaciones nuevas que puedan dar cuenta de sus matices y especificidades, no veo por qué no deberíamos considerar que lo que ocurrió es una derechización de sectores medios y populares. Pero sucede que el sustantivo resulta algo tosco, como si de antemano nos privase de las sutilezas y precisiones que el análisis de la situación nos demanda. Da la impresión de que oculta más de lo que revela. No obstante, esto ocurre sólo si partimos de un cliché sobre lo que quiere decir ser de derecha. Mi impresión es que partir de esa calificación es esencial porque nos permite constatar que no sabemos qué quiere decir ser de derecha en este contexto, pero, a la vez, nos resitúa en la materialidad de un campo de batalla que el neoliberalismo imperante siempre consigue eclipsar. El de la incompatibilidad en el capitalismo contemporáneo entre democracia y las disputas ideológicas reales.

Todo este asunto parece estar eclipsado por cierto fetichismo inducido por la estampa de Milei. Como en todo fetichismo, las cosas parecen obrar mágicamente. De golpe, Milei magnetiza la subjetividad de millones de argentinos, y, como el flautista de Hamelin del descontento democrático nacional, atrae a todos los enfurecidos hacia la fantasía libertaria. Sin embargo, el fetichismo no se opone a ninguna racionalidad. Todo lo contrario. La magia es una cara del fetichismo, la otra es la explicación racional. El fetichista sabe perfectamente que no hay nada excepcional en su fetiche y, aun así, con su comportamiento no deja de experimentarlo como algo excepcional. Puede explicar racionalmente los mecanismos que se esconden bajo apariencia de excepcionalidad. Pero, de todos modos, explica racionalmente aquello que previamente fue investido por el fetichismo.

En nuestro caso, hay una racionalidad rigurosa en el ascenso de Milei que nos permite tomar nota de la presencia de eso que Alex Williams llamó “solidaridad negativa de los trabajadores precarizados”.

«Más que una mera indiferencia ante las agitaciones de los trabajadores, la solidaridad negativa es un sentimiento de injusticia agresivamente enfurecido, comprometido con la idea de que, debido a que debo soportar condiciones de trabajo cada vez más austeras (congelaciones salariales, pérdida de beneficios, disminución de las pensiones, eliminación de la seguridad laboral y la creciente precariedad), entonces todos los demás también deben hacerlo».

Esta caracterización me parece exacta siempre y cuando no se naturalice -fetichice-, la relación entre «condiciones cada vez más austeras» y «sentimiento de injusticia agresivamente enfurecido». Aun admitiendo que lo segundo es un efecto de lo primero, es esencial entender que dicha causalidad es un producto histórico que no va de suyo. Y es que el fetichismo de Milei -muchas veces contracara de otro fetichismo histórico-político anterior, el de CFK, etc.-, nos hace ignorar al sujeto de la elección. A la producción histórica de ese sujeto de la elección, aún opaca para nosotros, es a lo que creo que hay que denominar derechización. De lo contrario, se opera una suerte de desubjetivación que nos obligaría a declarar inimputables a quienes la elijan. ¿Pero bajo el imperio de qué ley se podría imputar a alguien por su derechización? Claramente, no la del Estado de derecho constituido. ¿Imputarle qué? Algo intangible y a la vez determinante: una posición en un campo de batalla. Se trata de batallas ideológicas constituyentes de toda otra batalla. Constituyente tal vez no del Estado, pero si de lo social y, en suma, de lo común.

¿Por qué, entonces, desde una perspectiva de izquierda deberíamos renunciar a condenar las consecuencias de una toma de partido por formas de existencia de derecha? Especialmente cuando esta ultraderecha no cesa de estigmatizar como de izquierda todo aquello a lo que considera intolerable y que aspira a aniquilar. Antes de Milei ya ocurría y, seguramente, después de él, de no mediar un acontecimiento que reoriente la situación, lo seguirá haciendo: la vida no deja de ser capturada y modulada por el gigante dispositivo capitalista que la predispone para la mayor y más desafectada de las crueldades.

*Licenciado en Artes. Docente de la Escuela de Cine, UNT. Escritor y ensayista.

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