Violencias posmodernas

Por Luciano Lutereau*

OPINION | Uno de los modos de nombrar la creciente agresión del mundo contemporáneo está en la promoción para todo uso de la palabra “violencia”.

Según Conrado Eggers Lan, en su libro Violencia y estructuras, la etimología de violentia (derivación latina de vis, con la cual equivale; y en relación al griego bía, que remite a la noción de fuerza) implica un campo semántico orientado hacia una desviación respecto de un orden o bien la imposición ante la persuasión y el convencimiento. De ahí su vínculo con una palabra como violación, que supone una acción que incumbe tanto a una normativa vigente como contra una voluntad.

Ahora bien, lo interesante de esta indicación etimológica es que demuestra la dificultad del concepto cerrado sobre sí mismo. Uno de los problemas de la utilización omnipresente del término “violencia”, en nuestros días, radica en que lleva a lo inespecífico. ¿Qué no podría ser titulado como tal? En todo caso, pareciera más bien que la proliferación de los decretos de violencia es el correlato de la victimización permanente en que recae el sujeto posmoderno.

Asimismo, la distinción entre diferentes tipos y formas de violencias (simbólica, de género, familiar, etc.) supone cierta unidad que podría parecer políticamente incorrecto cuestionar si no fuera porque lleva a lo invisible una coordenada significativa: en muchos casos la violencia es establecida en función de una versión del Otro. Dicho de otra manera, la violencia es una atribución subjetiva que, como tal, puede llevar a darle entidad a una fantasía: el Otro es perverso, es él quien me azota; pero, ¿quién instituye a ese Otro?

El gran problema de muchas teorías actuales sobre la violencia radica en que son elucubraciones psicologistas que hacen retornar viejas figuras decimonónicas reunidas en torno al “malvado”, la “depravación”, el “degenerado”. Desde el punto psicoanalítico, el riesgo de trabajar con estas elaboraciones estriba en cómo no hacer consistir versiones histéricas o paranoides que inhiban la posición del sujeto, ya sea porque se desconozca su capacidad electiva o bien porque se llegue a una justificación de la existencia.

La otra cara de muchas concepciones de la violencia está en conducir al retorno de otra categoría mimada en el siglo XIX: el trauma. El sujeto contemporáneo vive, de acuerdo con una expresión de Colette Soler, en la “época de los traumatismos”. Si bien es cierto que en nuestros días los discursos sociales tienen una fragilidad mayor y la decepción ante los semblantes es continua, resulta importante cuidar que esa pendiente no conduzca hacia recreaciones sobre el desamparo que, hoy, sería inexpugnable. Afirmar, por ejemplo, que “Dios no existe”, no es equivalente a decir que alguna vez haya existido. En todo caso, nuestra época es aquella en que nos hemos desencantado de las demostraciones de su existencia (con las que gozaban los medievales).

Siguiendo una intuición presente en Algunas reflexiones sobre la filosofía del hitlerismo, de E. Levinas, cabría preguntarse si no cabe invertir la perspectiva: ¿y si la violencia no es siempre la que uno ejerce? Si, acaso, en lugar de acusar la violencia del Otro, ¿la máxima ética no fuese responder por la propia violencia? De acuerdo con esta perspectiva, antes que la adjetivación posible de determinadas circunstancias, más o menos contingentes, la violencia sería un invariante estructural de toda relación humana. ¿Quién podría declararse ajeno esta coyuntura? Sólo el cínico, y el canalla.

De esta manera, la reflexión sobre la violencia subvierte su punto de partida: cualquier presuposición sobre el semejante, que lo convierte en un Otro violento, es la violencia misma. Violenta es cualquier sanción de violencia en estos términos, que desconoce su atribución fundamental. Porque, en última instancia, el núcleo del problema de la violencia no es la calificación de un acto, sino la cosificación del prójimo. Detengámonos a continuación en un caso específico: la “violencia de género”.

 

Violencia de género

En estos días es corriente hablar de modo ligero de algo que se llama “Patriarcado”. Las dificultades de nuestro modo de vida actual provendrían de que vivimos en una sociedad patriarcal (que, de modo liviano, es equivalente a decir “machista”), que hace de la mujer una posesión y un objeto a ser denigrado.

Para un psicoanalista este es un tema complejo. En particular, porque no contamos con un método que nos permita establecer afirmaciones cuyo alcance llegue al colectivo sin recaer en generalizaciones apresuradas (lo cual no quiere decir que lo psíquico no tenga raíces y fundamentos sociales). Además, el peligro radica en sostener afirmaciones irreflexivas, cuyo resultado es una especie de degradación del psicoanálisis en sociología de sentido común; o, para no ofender a los sociólogos, una justificación de los prejuicios cotidianos a través del vocabulario técnico psicoanalítico.

Recientemente consulté a un antropólogo sobre la cuestión. Me propuso una definición del Patriarcado que me pareció interesante: es un sistema de organización que excluye a las mujeres de la violencia. Sin duda eso implica una desigualdad, porque si la violencia es propiedad de los hombres (lo cual justifica que sean quienes, por ejemplo, vayan a la guerra), son ellos también los que quedan a cargo de los espacios públicos. Dicho de otro modo, el Patriarcado no sería esa versión imaginaria que propone una dominación unilateral de las mujeres (esclavos) por los hombres (amos), sino que tendría una complejidad mayor: si el espacio público es masculino, no sólo los hombres deben morir en caso de una guerra, sino que las mujeres quedan excluidas del goce. De este modo, otra institución patriarcal es el batirse a duelo: ante la sospecha de infidelidad, un hombre supone la existencia de otro hombre con el cual debe pelear.

No es esta la coordenada que encontramos en muchos de los casos de violencia de género de nuestra época. Un aspecto significativo en muchos de los femicidios actuales es la suposición de un goce a la mujer. Y otro aspecto de la sociedad patriarcal se encuentra vulnerado: que haya espacios para la violencia, es decir, una guerra no puede realizarse en cualquier lugar. Hay territorios para la guerra, como hay (o, mejor dicho, había) territorios para pelearse. Ya nadie dice “Te espero en la esquina”, “Vayamos a pelear al baldío”, etc., sino que la violencia se ha vuelto espontánea y puede ocurrir en cualquier momento o situación.

Incluso algunos nostálgicos declaran que hoy en día tampoco los ladrones tienen “código”. Se mata por una campera, se golpea a un abuelo por una jubilación, y otras noticias cotidianas. Por eso cabe preguntarse hasta qué punto la sociedad patriarcal puede explicar la violencia de género. En todo caso, aquella tenía un modelo paradigmático: la violencia doméstica, en que un hombre golpeaba a su esposa “puertas adentro”; la secuencia se encuentra en más de una novela o película: el hombre sumiso con su jefe, u otros hombres, que en su casa se desquita con su esposa.

Sin duda la sociedad patriarcal fue hipócrita. Porque en el espacio público decía “A las mujeres no se les pega”, pero en el espacio privado ejercía la violencia. Una violencia de cobardes, vuelta invisible y que debe ser visibilizada; pero, ¿es este modelo de violencia el que encontramos en muchos de los casos actuales? Pareciera más bien haber una mutación, a partir de la cual la violencia ya no es silenciosa sino pública: un hombre corre a su mujer por la calle con un arma, otro la prende fuego en la puerta de su casa, y así podrían mencionarse diversos horrores.

¿Qué coordenadas tiene la violencia en nuestros días? ¿No es un obstáculo seguir afirmando la hipótesis del Patriarcado en una sociedad cuya violencia parecería no reconocer directamente el estatuto de prójimo del otro? Frases del estilo: “A un hombre en el suelo no se le pega”, “Pegar por la espalda es de cagón”, ¿no parecen una antigüedad masculina? En los casos más recientes, ¿es un hombre el que pega o, más bien, deberíamos pensar en una “destitución” de lo masculino?

Quedan las preguntas abiertas.

*Psicoanalista. Docente UBA.

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