Lo bueno, lo malo y lo feo

“Después de todo, te enseñaron que el fin justifica los medios,

pero vos ya no te acordás mucho de cuál es el fin.

Tu especialidad siempre fueron los medios, y éstos

deben ser contundentes, implacables, eficaces”.

Mario Benedetti

Por Juan Serra*

Alfred Nobel (1833-1896) fue el industrial sueco que en 1886 inventó la dinamita. Hijo de un fabricante de armas, rápidamente se encariñó con los explosivos que supieron darle fama y convertirlo en millonario.

Una vez patentado, el explosivo hallazgo comenzó a usarse en minería, petróleo y construcción de caminos: era un buen destructor de rocas. Al poco tiempo la industria militar comprobó que también era un buen destructor de personas.

Esto último produjo algunos remordimientos en la conciencia de Alfred Nobel, que debió dedicar parte de su tiempo a buscar cómo tranquilizarla.

Lo primero que se le ocurrió fue pensar una máquina tan terriblemente mortífera que haría que los ejércitos, temiéndola, no la utilicen.

Su inteligencia no pudo hallar tremenda máquina, tampoco la fórmula química que reconstituyera los cuerpos rotos o diera vida a los miles de cadáveres que iba dejando el revolucionario-explosivo invento. Pero su porfía redentora tuvo un destello de lucidez: puso en el testamento que se disponga de sus bienes para premiar a todos aquellos que, desde distintas disciplinas científicas, “contribuyan al progreso y bienestar de la humanidad”.

Así nacieron, a partir de 1901, los Premio Nobel para química, física, medicina y literatura. Así nació también el Premio Nobel de la Paz. Y a partir de 1969, cuando el neoliberalismo asomaba elevando la economía al top ten de las ciencias, nació el Nobel de Economía.

Hoy son premios muy famosos y respetados por la cultura de Occidente. Son también un buen argumento para aquellos que creen que las cosas horribles pueden transformarse en cosas bellas, siempre que sepamos ingeniárnosla para armar una buena cadena de valor que lave culpas y reparta beneficios, como el caso de la cadena explosivo-muerte-dinero-premios-progreso.

Como tantas cosas que admiramos, los Premios Nobel amasan lo bueno, lo malo y lo feo, con tal de hornear un budín que traerá “progreso y bienestar para la humanidad”. Basta ver algunos de los personajes distinguidos con el Nobel de La Paz: Henry Kissinger, Marthin Luther King, Adolfo Pérez Esquivel, Dalai Lama, La Cruz Roja Internacional, Mijail Gorvachov, Rigoberta Manchú, Nelson Mandela, Yasir Arafat, American Friends Service, Jimmy Carter y Barack Obama, para notar la mezcla de pacifistas y guerreros. Lo cierto es que en todos los casos se premiaron los fines que, como toda utopía, nunca llegaron. Para los medios, que llegan todos los días y son los que en realidad afectan nuestras vidas, no hubo premios ni castigos.

Pero no seamos injustos con Nobel y las mentes brillantes que fueron premiadas.

El progreso, ya sea hacia un capitalismo individualista o un socialismo solidario, ha sabido bendecir todos los caminos, atajos, tácticas y estrategias.

El paradigma de que los fines justifican los medios, tal vez el virus más potente con que cuenta la modernidad para reproducirse, recibe el reconocimiento de conservadores, demócratas, izquierdas, derechas, religiones y progresismos diversos.

Si hacemos un zoom desde los Nobel hasta nuestra realidad cotidiana, podemos ver que nos hemos acostumbrado a pelearnos a muerte por la disputa sobre el modelo de país, el programa que vendrá o la utopía deseada, pero luego se comparte la forma o los medios con los que todos los días entramos a las trincheras y aseguramos que, obtenido el triunfo, cambiaremos rápidamente el traje de combate por otro de primera comunión.

La realidad parece desmentir la sinceridad de este cambio de prendas, simplemente porque el cuerpo y el alma siguen siendo los mismos y, lo que es peor, la trinchera en vez de purificarlos lo contaminan.

¿Acaso podemos ser lo que no aprendimos en el hacer?

¿No será que los medios van definiendo los fines?

¿No será que la forma en cómo nos comportamos en el diario vivir va construyendo la persona que somos y la sociedad que deseamos?

¿Por qué esperar que ciudadanos que viven como ricos actúen en favor de los pobres? ¿Por qué esperar que dirigentes y partidos autoritarios se conviertan en demócratas? ¿Por qué esperar que consumidores individualistas se conviertan en ciudadanos solidarios?

Renegamos del pensamiento mágico, pero terminamos aplicándolo cuando se trata del comportamiento humano.

Esto nos convoca a replantear la vieja pregunta: ¿Cómo se construye lo nuevo? ¿No será que mezclar lo bueno, lo malo y lo feo, si bien se presenta como el camino más corto, al final resulta un camino sin fin con eternos retornos?

* Escritor y periodista. Ex Coordinador NOA del INTI. Integrante del Instituto de Producción Popular.

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