LA IZQUIERDA ACTUAL FRENTE A LA OLEADA REACCIONARIA
Por Manuel Martí*
Desde Madrid
OPINION – SITUACION POLITICA EN LA UE / En la política europea actual hay muchas olas superficiales y muy ostensibles, y dos corrientes profundas más difíciles de percibir.
Las fatigas de Angela Merkel para conseguir un pacto estable con los socialdemócratas, el proceso de afianzamiento de Emmanuel Macrón, la pérdida de apoyo político de los partidos políticos hasta hace poco dominantes en España y el ascenso de los dos partidos recién llegados, las dificultades de Italia para pactar un gobierno estable, las tensiones que genera la negociación del Brexit entre la UE y el Reino Unido, son las olas superficiales que no producirán consecuencias importantes a largo plazo.
El resurgimiento del nacionalismo excluyente, basado en pulsiones identitarias con actitud hostil o cuanto menos indiferente a la democracia, y la creciente desorientación de las fuerzas de la izquierda son las corrientes menos visibles pero que tendrán mucha mayor importancia en los próximos años.
Los nacionalismos más reaccionarios y excluyentes asoman por muchos sitios. En algunos socios de la UE (Polonia, Hungría, Austria, Eslovaquia) ya ha llegado a convertirse en doctrina del partido que gobierna o del mismo gobierno, aunque cuida el lenguaje y las apariencias dándole a la UE la coartada que necesita para seguir cerrando los ojos ante la deriva autoritaria y racista de esos países. En Alemania su electorado va en constante aumento, y en ciertas regiones, como la Padania en Italia, Cataluña en España o Córcega en Francia, los gobiernos y partidos regionales están claramente embarcados en el mismo proyecto. Por ahora no se atreven a mostrar abiertamente su ideología excluyente y racista, así que la disfrazan con reivindicaciones linguísticas o culturales. Pero su naturaleza se pone de manifiesto cuando se descubre que en los sitios en que tienen poder, coaccionan de todos los modos imaginables -policías lingüísticas incluidas- a quienes no se ajustan al arquetipo que sus ideólogos quieren imponer, y que el principal proyecto de sus programas económicos consiste en no compartir su riqueza, pese a que son las regiones más ricas de sus respectivos países y a que su prosperidad proviene en gran medida del histórico proteccionismo con las que fueron privilegiadas por esos mismos países.
La otra corriente profunda pero de raíces más lejanas es la absoluta desorientación de la izquierda, que, en el colmo de su confusión, llega a apoyar a algunos de estos movimientos nacionalistas con el argumento de que “luchan contra la opresión del Estado”, aunque para cualquier observador independiente es evidente que representan y defienden los intereses de las clases más ricas y los sectores reaccionarios de sus respectivas sociedades. Lo más grave es que esta desorientación no parece ser sólo una suma de errores tácticos rectificables a corto plazo, sino el producto de un proceso invisible pero profundo que viene gestándose desde hace mucho tiempo. Probablemente sus causas sean múltiples, pero parece que hay una común: el desarme ideológico producido por la evidente inadecuación del núcleo duro de la teoría marxista a la sociedad y la economía actuales.
La izquierda, entendida como los movimientos que tienen una actitud de solidaridad con los sectores económicamente más desfavorecidos de la sociedad, se basa en la sensibilidad emocional ante el sufrimiento, y en la adopción de una teoría que explica las causas de ese sufrimiento y ofrece una guía para la acción práctica necesaria para eliminarlas. Desde que existe algo que se pueda llamar izquierda, estos han sido siempre sus dos pilares fundamentales.
Los movimientos alentados por la sensibilidad emocional pero sin una teoría que explique y al mismo tiempo guíe la acción son o bien religiosos o bien puramente filantrópicos. Aliviar el sufrimiento ajeno es un impulso emocional que filántropos y benefactores satisfacen mediante sus gestos de solidaridad. Pero quieren eliminar ese sufrimiento sin asumir el coste de indagar sus causas ni mucho menos cambiar el mundo, salvo mediante exhortaciones, ruegos y plegarias. Algunos porque consideran que ese mal es el Mal metafísico y por lo tanto inevitable, y otros porque piensan que es una parte de la naturaleza tan inmutable como la ley de la gravedad. En todo caso, no disponen de teoría alguna que explique ese sufrimiento de algunos seres humanos como una consecuencia de las acciones de otros seres humanos. Y entonces, ¿cómo escogen a quiénes apoyar con su acción filantrópica? Puesto que no disponen de una teoría, buena o mala, que fundamente la acción, sólo pueden guiarse por su emotividad más o menos inmediata, es decir por su propio y personal capricho, como el de quien da o no da una limosna a un mendigo en la calle: la dádiva depende de cómo le caiga el personaje en el momento de formular su ruego. No se trata de criticar los movimientos filantrópicos, sino sólo de destacar que, al carecer de una teoría de la miseria, carecían de una estrategia para eliminar sus causas.
La diferencia entre la izquierda y los movimientos meramente filantrópicos ha consistido fundamentalmente en que la izquierda ha dado mucha más importancia a la eliminación de las causas de la miseria que a su alivio inmediato. Y para eso siempre ha contado con una teoría, falsa o acertada pero utilizada como guía, que encaminó su acción. Desde el siglo XIX hasta ahora la teoría más potente de la izquierda ha sido el marxismo, que con su simplificación analítica del capitalismo concebido como la lucha entre el proletariado y la burguesía, ofreció una guía clara para la acción: era deseable todo lo que fortaleciera al proletariado y debilitara a la burguesía; lo que no hacía ni una cosa ni la otra era irrelevante a los fines de la transformación de la sociedad y por lo tanto de la lucha política.
La izquierda de hoy, el menos en Europa, sufre la pérdida de la confianza en el núcleo duro del marxismo como guía para su acción. Las razones de esta pérdida de confianza son múltiples, pero creo que hay una fundamental: el capitalismo de hoy tiene muy poco que ver con el que analizó Marx. No es que se haya vuelto menos ávido, alienante o predador; es que se ha infiltrado hasta tal punto en toda la sociedad que ya no es posible aislar y hacer visible un grupo de personas que sea su beneficiaria y sostenedora. En el siglo XIX y XX todavía era posible identificar al capitalismo como a ese grupo de burgueses gordos, avariciosos y desalmados que disfrutaban de todos los bienes aunque no trabajaban; también era verosímil suponer que si se les expropiaba las fábricas, los campos o los palacios, la situación de los más desfavorecidos mejoraría.
Pero eso ha cambiado radicalmente. Ya no hay un grupo de culpables de carne y hueso. Lo que hay son entes abstractos: “el capitalismo”, “el sistema”, “la globalización”, “el libre comercio”, etc. que son dirigidos por personajes anónimos o, peor aún, guiados por leyes naturales impersonales e inamovibles. Y, mucho más importante, respecto a los cuales muy pocos saben si son sus benefactores o sus verdugos. Por eso, la izquierda actual casi nunca personaliza al grupo beneficiario del capitalismo, ni propone soluciones claras y viables: sólo se atreve a culpar a conceptos abstractos. En ese aspecto ha retrocedido al argumento del Medioevo: “la culpa de todo la tiene el Demonio”, que tiene muchos nombres pero no se puede ver salvo por sus manifestaciones malignas.
La izquierda ha perdido el núcleo duro de su teoría; ya no cuenta con un criterio para decidir qué cosas merecen su apoyo y cuáles no; en su lugar ha decidido proteger sin mayor análisis todo aquello que suene “progresista” y bien intencionado, por disparatado o reaccionario que sea desde el punto de vista de la igualdad económica. Da la impresión de deambular como un Quijote en busca de princesas, viudas, huérfanos, galeotes y agraviados de cualquier naturaleza a quienes reparar, lleno de impulsos solidarios y buenas intenciones pero sin más estrategia que cabalgar, y ajeno por completo al mundo en que vive.
*Economista UNT residente en Madrid.