El populismo en cuestión
OPINION | Después de mucho tiempo en donde el término populismo designaba siempre una anomalía política, un exceso retórico, un recurso demagógico, una apelación a los sentimientos más espurios de la comunidad. Tal como ha sucedido con otros insultos -la palabra queer podría valer como ejemplo-, este término ha cambiado el registro de su recepción en el ámbito del pensamiento contemporáneo.
En este sentido, la palabra populismo ha adquirido en la izquierda europea una nueva legitimidad teórica y política. Ya no se lo rechaza de entrada, tal como era usual en su régimen de circulación en los debates teóricos y políticos. Por supuesto, esto no hubiera sido posible sin el impacto teórico de La razón populista, un libro clave para el pensamiento político de Ernesto Laclau y Chantal Mouffe.
No obstante, ahora que el tema circula en los ámbitos de la izquierda, especialmente en la Europa del sur, con frecuencia nos encontramos que aún se relaciona al populismo como un mal menor, un contenido político empírico que debe ser admitido por las dificultades propias de la coyuntura, definida por su dominación neoliberal; una suerte de entretiempo, hasta que vuelva la “auténtica” lucha de clases y el camino al socialismo. Esta posición esencialista propia de una metafísica marxista, imagina al populismo como un hecho superestructural que no afecta seriamente a la base económica donde de verdad se juega -según esta posición- el verdadero proyecto transformador.
Sin ir más lejos, Slavoj Zizek últimamente vuelve a insistir en una nueva “lucha de clases”, que deja sin definir cuál sería el “sujeto histórico” que la sostendría. Zizek, a través de distintos razonamientos, muchas veces contradictorios y heterogéneos entre los mismos, insiste en que los nuevos refugiados, los habitantes de las favelas o los barrios marginales de las grandes urbes occidentales, constituirían la nueva sustancia del antagonismo contemporáneo. No obstante, no se explica claramente a partir de qué tipo de construcción política se desplegaría el movimiento interno de la llamada “lucha de clases”.
En cualquier caso, si bien debemos reconocer que esta posición esencialista últimamente se ha vuelto más elaborada y sofisticada, sigue siendo notable cómo se ignora que en el planteamiento de Ernesto Laclau, no se admite por definición una ruptura total que se imponga por sí misma. Tampoco se trata de atemperar o suavizar la naturaleza del proyecto transformador, sino de radicalizarlo a partir de su condición de posibilidad: la construcción de un proyecto hegemónico vehiculizado por una voluntad colectiva. Teniendo en cuenta que esta voluntad colectiva, por razones de estructura, nunca está garantizada de entrada, tal como sueña el esencialismo que se autodefine como marxista. El esencialismo marxista, desconoce que el discurso y aquello que él mismo engendra y soporta (pulsiones, afectos, rituales o liturgias), no pertenecen a la denominada superestructura, sino que constituyen una fuerza material, tan infraestructural como la propia economía que también pertenece al orden de la construcción discursiva de la política.
Por otro lado, las nuevas izquierdas ahora admiten que, para su propio proyecto, es necesario reconocer el papel que juegan las pasiones plebeyas, las pulsiones o el goce de las identificaciones y que estos elementos constitutivos del ser hablante no pueden ni deben ser regalados a las derechas en sus distintas variantes.
Sin embargo, lo que entendemos por populismo no implica establecer como recurso último de la política a las pasiones, los afectos, los rituales arcaicos o plebeyos. Cuando se lo presenta así, se impone oponer el populismo a la “razón ilustrada y los valores republicanos”, pero se trata de un malentendido.
Populismo, según la Razón construida por Laclau, cita la imposibilidad del discurso de nombrar objetivamente a la totalidad de lo social. Al igual que en la emergencia del sujeto dividido por el lenguaje, lo social se presenta fracturado y dividido en su propia constitución por el discurso. Esta fractura, esta brecha que vuelve imposible pensar en una sociedad unificada y totalizable, es la condición formal y no empírica del antagonismo. Este antagonismo no niega las tensiones irreductibles entre la acumulación de renta del capital y la fuerza de trabajo generadora de plusvalía, en todo caso no considera que esa “contradicción” por si misma engendre un proceso histórico emancipador. Populismo significa para Laclau, que ningún proceso histórico es “necesario” y es portador de una ley “objetiva” que no tiene más remedio que cumplirse. La brecha del antagonismo es la precondición de lo “político” para que pueda emerger siempre de un modo contingente una voluntad colectiva transformadora de la institucionalidad vigente.
A esta brecha ontológica, no cancelable históricamente por una dialéctica ‘finalística’, solo se la puede nombrar a través de nominaciones límites: el número 0, la cosa en sí kantiana, el ser heideggeriano, el “objeto a” lacaniano, etc. Estos nombres marcan en las respectivas teorías de donde proceden el lugar donde el discurso se detiene frente a un ‘real innombrable’ por la realidad construida simbólicamente.
Y, por lo mismo, estos nombres son siempre el resultado de una disputa hegemónica que muestra que nunca hay una totalidad unificable de lo social y que “el antagonismo es el límite de la objetividad”. Se dice límite y no extinción de la objetividad, tal como lo pretendería un relativismo posmoderno. La ‘hegemonía populista’ es el nombre que se le da al movimiento histórico capaz de asumir el antagonismo constitutivo de lo social.
Este denso problema ontológico alrededor de una división, fractura o brecha no superable dialécticamente es a lo que llamamos populismo. Por ello, es una forma y no un contenido empírico específico de tal o cual estrategia política. Es un ‘saber hacer’ de la izquierda cuando admite que lo social no se puede tratar objetivamente por una Ley Trascendental. Ni siquiera, por la lucha de clases, cuando se pretende que la misma sin construcción política mediante, puede transformar la historia.
A su vez, sobre la insistente analogía entre fascismo y populismo, es pertinente señalar que el fascismo se presenta como un proyecto homogeneizante que pretende alcanzar una totalidad plena. Esta capacidad siempre está amenazada por la excepción que la socava desde adentro: extranjeros, inmigrantes, judíos, etc. Totalmente diferente de la heterogeneidad y la diferencia irreductible de la cadena equivalencial y su articulación hegemónica planteada en La Razón Populista por Laclau. La hegemonía siempre está agujereada, es inestable y heterogénea y no se puede clausurar en identidad alguna. La hegemonía, en este aspecto, y en su punto de partida, es el grado cero de la homogeneidad. Su construcción solo es posible si se parte de diferencias, es decir, demandas sociales singulares y diferentes entre sí, que nunca se reabsorben en la ‘cadena equivalencial’ que hace posible a la voluntad popular, que de un modo contingente irrumpe en el proceso histórico.
Desde esta perspectiva no debería aceptarse que exista un populismo de derechas. En el sentido riguroso, que Laclau presenta en su lógica hegemónica, no es pertinente decir por ejemplo que el lepenismo es un populismo de derechas y que Podemos es populismo de izquierdas. Aun cuando sus propios seguidores lo presentan de este modo en su argumentación, es una descripción que solo retiene los aspectos descriptivos del asunto y no la cuestión formal que está implicada en la articulación hegemónica del populismo de izquierda.
En cuanto a quienes enfrentan al comunismo como posibilidad más radical y auténtica que el populismo, en primer lugar habría que discutir si nos referimos a lo realizado en China o la Unión Soviética o si se trata de un ‘comunismo filosófico’ al modo de Alain Badiou o Toni Negri. En cualquier caso, aun admitiendo que en esas revoluciones habita en reserva algo por descifrar sobre lo que es una irrupción igualitaria en el tiempo histórico, sin embargo, solo si el comunismo es otra cosa que ese ‘ser histórico’ y es un saber hacer con lo común de los seres hablantes, el populismo es el camino siempre inconcluso por estructura y no por déficit alguno al comunismo o, incluso, habla del mismo proyecto emancipador.
Pero todos estos apuntes sólo son válidos si se admite que habitamos, en el sentido fuerte de la expresión, en la época del capitalismo. En definitiva, un poder que es capaz de homogeneizar cualquier tentativa política a su favor. En este aspecto, nos encontramos ante otro malentendido, el capitalismo definitivamente es la estructura de poder del mundo contemporáneo, homogéneo, circular, capaz de borrar cualquier diferencia o heterogeneidad y, por tanto, es un poder y no una hegemonía.
Mientras el capitalismo, más allá de sus diferentes caracterizaciones, es un poder acéfalo que se propulsa desde su propio interior, anulando toda diferencia y borrando la huella de cualquier brecha antagónica, la hegemonía popular de izquierda es inestable, crítica y siempre sacudida por sus propias tensiones internas. Sin esta fatal asimetría entre el poder y la hegemonía, es muy difícil que los procesos transformadores que eventualmente surjan, puedan ser pensados en su verdadero alcance y lo que es más importante, el verdadero ‘saber hacer’ de la izquierda populista no encontraría la operatividad que desea.
* Psicoanalista y escritor.
Fuente: Pagina12