Elogio de la demora

Por Aldo Ternavasio

Foto principal: Rafael Cipollini – Fotos de la muestra: Camilo Figueroa

I. UN RECORRIDO MOROSO POR LOS PAISAJES DE ROSSO

Al ingresar, la primera impresión es ambivalente, como si lo expuesto respondiera a dos realidades distintas que, sin llegar a confundirse, tampoco se diferencian del todo. ¿Una impresión de una impresión? Incluso antes de detenerse en los dibujos y pinturas, algo en el montaje actúa como caja de resonancia de las imágenes. O, al menos, esa es la primera sensación. Habrá muchas más, pero por ahora es esta la que se instala.

Dos realidades, pero también dos escalas. Aunque esto se vuelve palpable un poco después —porque el tacto también reclama su lugar—, hay en la disposición algo que interrumpe la continuidad entre lo grande, incluso lo descomunal, y lo pequeño: el paisaje y el primerísimo primer plano. Nombres como “delicadeza” y “cientificidad” apuntalan esa ambivalencia sin resolverla. Por un lado, la extrema fragilidad de las obras parece demandar la luz fría y el espacio blanco —también celeste— que las protege. Por otro, el dispositivo expositivo proyecta una cierta aura de laboratorio, como si estuviéramos en una sala de museo de ciencias. Esa es la impresión. La primera.

Luego vienen los dibujos: algunos hechos en páginas de libros, a modo de bitácora de naturalista; otros que evocan la pintura tradicional china o japonesa, remitiendo al milenario estilo shan shui y a sus perspectivas atmosféricas. Pero nada es seguro. La primera impresión se pliega en otra. Se trata de paisajes, de imágenes de paisajes, de las imágenes como paisajes. Bajo una luz inicialmente homogénea, casi implacable, la ambivalencia crece y revela una vida proliferante en lo que podría ser abstracto —o lo es—, pero a lo que Rosso le devuelve una concreción que, por decirlo de algún modo, le da cuerpo: el espacio. Nuevo pliegue. Estas imágenes dan cuerpo a la impresión del espacio.

Abandono por un momento el terreno de la impresión. Luz homogénea, fría. Paredes blancas, salvo una celeste al fondo. Un primer grupo de dibujos enmarcados en dos hileras y, debajo, un estante celeste pálido con más obras, sin marco, apoyadas en soportes inclinados. Más atrás, un par de mesas con otros dibujos dispuestos de igual modo. Nuevo pliegue, nueva impresión. Están al alcance de la mano, como invitando a un gesto automático: tomarlos con la izquierda y acercarlos al rostro. Son hojas de cuadernos, con la textura y el color de un libro de apuntes, hechas a la medida de la mano que dibuja.

Vuelve el cuerpo. Pero hay más.

Otros dibujos cuelgan como pinturas tradicionales orientales. Paisajes otra vez, impresiones de paisajes, literalmente. Al observar con atención, se descubre que son impresiones digitales. Pero si se mira aún más cerca, la expresión “impresión digital” resulta, al menos, ambivalente. Potenciadas por el papel de arroz, por el imaginario que invocan o por la destreza compositiva de Rosso, estas obras hacen coexistir una tendencia hacia la abstracción —no en el contenido, sino en su materialidad— y, a la vez, una voluntad de concreción. La tinta de los planos negros deja ver el espesor de la sustancia, como si la imagen digital no lograra despegar por completo de la materia.

Apunte, bitácora, impresión: en todos los casos, lo que emerge son paisajes, fragmentos, detalles. Un árbol, una rama, un charco, un grupo de piedras rodeadas de vegetación. El Reino que en un principio parecía homogéneo está poblado por una sorprendente multiplicidad. Al desplegarse ante la mirada, uno queda perplejo. Paisajes, sí, pero ¿cuántas formas de dejarse afectar por el espacio caben en esa palabra? El paisaje de la travesía, el de la memoria de naturalistas y paisajistas tucumanos, el de los escenarios infográficos de los mass media y el del manga, todos circulando en un scroll interminable. Y también, claro, el paisaje del arte mismo, de las artes visuales, que es el paisaje de las imágenes. Me detengo. ¿Es el espacio de la galería un paisaje? Me detengo porque hay más.

Una segunda sala parece intensificar aquellas primeras impresiones mostrando su reverso.

Dos paredes negras —o gris oscuro—, y una iluminación más escénica, si cabe la expresión. Un dibujo de gran formato en la pared. Dos tintas: negra y rojo anaranjado, con todos sus matices. A su lado, tres dibujos bicolores, también rojos, enmarcados y apoyados en un estante del mismo tono. Se impone la intensidad del color. ¿Es el cielo, un incendio, un volcán? El contraste con el espacio anterior es tal que poco importa la referencia. Lo que importa es que otro régimen de luz reina aquí. Otra intensidad modifica el lugar de la mirada, es decir, el lugar del cuerpo en el paisaje. Si antes el dispositivo parecía proteger una cierta fragilidad de la imagen, ahora todo ocurre como si la distancia hubiera desaparecido y el cuerpo que mira quedara expuesto a un paisaje que arde. Metafóricamente, pero arde. Quizás el montaje quiera dar testimonio de esto: casi en penumbras, una mesa con piedras parece atestiguar nuestra presencia en ese territorio.

II. TUYO ES EL REINO Y LA GLORIA

¿Qué es un Reino? Muchas cosas. Pero al menos dos: el poder que organiza una sociedad y el que clasifica las formas de vida para la ciencia. Política y biología. Tal vez todo Reino tenga algo celeste, incluso cuando la secularización moderna nos haga creer lo contrario. Restos teológicos jalonan toda división territorial, toda partición, todo reparto.

Si obras anteriores de Rosso desafiaban el orden de los reinos y las especies, la unicidad del espacio, de los cuerpos y la serialidad del tiempo en una suerte de opus hybridationis universalis, ¿no habrá en Reino una contraefectuación de ese poder ordenador? La pregunta es retórica. Puede que Reino sea un nombre irónico, pero, como sabemos, toda ironía reconoce el poder que intenta eludir. La verdadera contraefectuación no está en la ironía, sino en la ambivalencia, porque esta solo es posible en los intersticios de todo Reino, justo donde el poder esconde las líneas de fuga latentes. Y eso son las imágenes de Reino, tan exquisita y sutilmente curadas: líneas de fuga por las que la potencia de las imágenes contradice a las imágenes de poder. Así, un papel con un paisaje permite que una imagen sobreviva a pesar de la gloria del poder.

Hace tiempo que asistimos a una mutación de la imagen en virtud de la cual la mirada no tiene tiempo para detenerse sin reaccionar. Las imágenes hoy exigen interactuar. No es raro que las imágenes artísticas parezcan casi objetoras de conciencia en un panorama donde lo visible reclama, casi siempre, operatividad. En el reino de los flujos y las interfaces, el tiempo de la mirada debería maximizar la productividad de los afectos escópicos y privilegiar la respuesta del cuerpo.

Es la gloria de las lógicas del poder cognitivo que nos gobiernan. Como sugiere Agamben, no hay poder sin gloria: no porque la gloria sea el poder mismo, sino porque es su condición de visibilidad. El poder necesita aparecer para gobernar. Necesita una escena, una luz, una mirada que lo reconozca. Pero en el reino de las plataformas, el poder es impersonal. Más que una imagen específica, es el mundo mismo el transustanciado en imágenes cuya única propiedad es la circulación inagotable.

Si las imágenes cantan la gloria del poder del Reino, es porque su circulación ha licuado antes la potencia de aliarse a la mirada. Las imágenes son separadas del tiempo de la mirada cuando esta aún se mantiene en el mundo de la vida. No es casual que a esos tiempos se los llame muertos: tiempo improductivo de la mirada, al menos en los términos de la productividad del poder.

Resulta significativo que estas imágenes —los dibujos de Reino— no se ofrezcan como espectáculo ni reclamen otra atención que la que reclama un paisaje. No construyen una escena de poder, sino que parecen sustraerse a ella. Tal vez por eso su extrañeza: porque suspenden, aunque sea un instante, la lógica misma de la gloria. Lo sagrado separa; lo profano restituye las cosas, los cuerpos y las imágenes al orden común de las formas de vida cualquiera. Y eso es lo que hace el arte. Al menos, en algunas ocasiones. Reino es una de ellas.

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