Dios no los crea, la IA los junta: Frankenstein, Guillermo del Toro y Ada Lovelace*

En el Frankenstein de Guillermo del Toro, el fuego prometeico se apaga y queda el amor: la criatura ya no nace de la ciencia, sino del duelo. Pero el verso de Byron con el que el film se despide no cierra una historia: la abre. Tras ese corazón roto, el autor encuentra a Ada Lovelace, la joven que convirtió las máquinas en pensamiento y nos empujó, sin saberlo, hacia la inteligencia artificial.

por Aldo Ternavasio

Una fuga de intensidades

Este no es un ensayo sobre la adaptación cinematográfica, sino sobre aquello que la adaptación deja fuera de campo, y que —sin proponérselo— nos invita a imaginar. La película de Del Toro, a pesar de su virtuosismo cinematográfico, tal vez no sea lo mejor de su filmografía. Al apagar el fuego prometeico de la ciencia para encender solo el del duelo edípico, reduce la dimensión trágica y fundacional del mito. Es una operación válida —aunque para mí sabotea el relato—, pero tampoco quiero detenerme demasiado en eso. Los afectos vacilan, no dan en el blanco; algo los desvía. Y aun así, hay un gesto final capaz de encender otra lectura.

El Prometeo edípico

La novela de Mary Shelley fue subtitulada El moderno Prometeo porque Víctor Frankenstein, como el titán, roba el fuego sagrado de los dioses —el secreto de la vida— y paga un castigo. El de Prometeo es eterno. Queda encadenado a una roca y un águila devora diariamente su hígado, que vuelve a crecer solo para ser devorado otra vez. Digamos solamente que el destino de Frankestein es más piadoso. Del Toro desplaza el eje: su cirujano compulsivo no es hijo de la desmesura científica sino de la desmesura edípica. Si es difícil matar a un padre vivo, mucho más difícil —porque está mucho más vivo— es matar a un padre muerto. El mito moderno de Prometeo se escurre bajo el mito arcaico de Edipo. Frente al telón de fondo de la pulsión prometeica del conocimiento, este Frankenstein trata sobre el ajuste de cuentas con el padre y la búsqueda desesperada del amor materno. Es, por supuesto, una lectura posible. Pero la historia de Shelley está atravesada también por otras historias que, por reales, no son menos fantásticas ni están menos implicadas en inciertos deseos prometeicos.

Fibrilaciones de un corazón roto

Después del final de la película, algo llama la atención: Del Toro coloca antes de los títulos un verso de Lord Byron. Se trata de algo más que una cita elegante: es la confirmación de que, desde su perspectiva, la hybris científica cede ante el infortunio amoroso. Mientras los artificios tecnológicos tarde o temprano se destruyen, el afecto amoroso se presenta como indestructible. Para Del Toro, la fuerza del amor es fatalmente bigger than life. El cadáver está lleno de electricidad, no de conocimiento; el corazón golpea más fuerte que un rayo. La pantalla se oscurece; la historia ha concluido. Ese verso no pertenece al drama narrado, sino a la elección del director. No habla Víctor Frankenstein, ni la criatura, ni Mary Shelley: a través de Byron, habla Guillermo Del Toro.La bisagra: de Lord Byron a AdaLa película termina con este verso de Byron: “Y así el corazón se rompe, pero aún roto, pervive.” La línea pertenece a Fare Thee Well (1816), escrito en plena ruptura con Annabella Milbanke. Byron acababa de ser expulsado de su casa; su esposa se había llevado a la hija recién nacida —Ada— y él sabía que no volvería a verla. Ese mismo año, con la herida abierta, se refugió en Suiza. Cuando llegó a Villa Diodati junto a los Shelley, Ada ya había nacido. Poco después abandonará Inglaterra para siempre, iniciando un exilio que lo perseguirá hasta su muerte.Ese verso no es un gesto aristocrático: es el latido amargo de un corazón romántico atravesado por el escándalo. Y del Toro, con ese gesto final —tan breve como decisivo— nos devuelve inadvertidamente a Byron. No por su poesía, sino por su biografía: el poeta del corazón roto es la puerta hacia su hija, Ada, y hacia una imaginación técnica que cambiaría el mundo. Una imaginación agitada por paradójicas resonancias con la vida del padre y con el universo cultural que él mismo ayudó a crear.

El año sin verano y los monstruos

La escena de origen es conocida. Verano de 1816, Villa Diodati, lago Lemán. Byron, Percy Shelley, Mary Godwin (Mary Shelley), Claire Clairmont y John Polidori. Mary tiene 18; Byron es el mayor: 28. Ese fue el “año sin verano”. La erupción en Indonesia del Tambora en 1815 oscureció el cielo europeo durante meses. Tormentas interminables, cenizas volcánicas, un clima opresivo que convertía los días en crepúsculos. Aislados por las lluvias, sin paseos ni excursiones, Byron propone un juego: cada uno debe inventar un relato de terror. Mary Shelley soñará con un cuerpo ensamblado y el impulso prometeico de devolverle la vida. Polidori, médico joven y ansioso, escribirá el germen de El vampiro, que terminará cristalizando décadas después en Drácula. Shelley se debatía entre poemas y visiones marinas. Solo uno queda en silencio: Byron. Quizá porque su propio monstruo —no una criatura imaginaria, sino su vida privada— ya lo había alcanzado. Pocos meses antes había perdido a su esposa, su casa y a su hija recién nacida. El poeta no necesitaba inventar un atormentado: ya lo era.

La hija de las matemáticas

Byron se casó con Annabella Milbanke: aristócrata culta, metódica, con formación matemática poco frecuente en mujeres. La unión duró poco, aunque tuvo una consecuencia decisiva: Ada. Nació apenas seis meses antes del encuentro en Villa Diodati. Milbanke educó a la niña como quien vacuna contra un destino. La obsesión no era evitar un “espíritu romántico” genérico sino impedir que el caos emocional y la inestabilidad afectiva del padre prendieran en su hija. Ada recibió tutores de alto nivel científico. Su pasión por las matemáticas no fue una imitación: fue un contagio del deseo de orden. Tuvo un contacto mínimo con Byron, del que obviamente no conservaría recuerdos. Él abandonó el país en 1816, acorralado por deudas, acusaciones y escándalo. Ada nunca volvió a verlo. Él murió cuando ella tenía ocho años, luchando por la independencia de Grecia frente al Imperio Otomano.

El fantasma ludita

Hay otro Byron. En 1811 comienzan las revueltas luditas: sabotajes contra máquinas textiles que destruían oficios y precarizaban la vida obrera. No era un ataque a la tecnología per se, sino al uso empresarial de la tecnología como instrumento de degradación. El Parlamento reaccionó con una ley brutal: quien rompiera una máquina sería condenado a muerte. Once trabajadores fueron ejecutados. Concretamente, colgados. Bien podrían haber sido alguno de los condenados a la horca a los que recurre el Dr. Frankestein en la búsqueda de partes humanas.Solo un parlamentario se negó a votar esa ley y defendió públicamente a los luditas: Lord Byron. El poeta del corazón roto fue también el único que vio el horror humano detrás del progreso mecánico.

La mente mecánica

A los 17 años, Ada conoce a Charles Babbage. Diseñó la Máquina Diferencial para erradicar el error humano en tablas logarítmicas, astronómicas y actuariales. Pero su imaginación lo llevó más lejos: la Máquina Analítica, una máquina capaz de realizar múltiples tareas. Nunca se construyó, pero un ingeniero italiano —Luigi Menabrea— describió su funcionamiento en francés. Ada tradujo ese artículo en 1843.Lo decisivo no fue la traducción, sino las notas que añadió. La famosa Nota G diseña un procedimiento para calcular los números de Bernoulli: instrucciones paso a paso para que la máquina ejecute una tarea. Ada entendió antes que nadie que las máquinas podían operar con símbolos y no solo con números. Las tarjetas perforadas de Babbage —heredadas del telar de Jacquard— no debían almacenar datos, sino órdenes. La máquina podía ejecutar operaciones en un lenguaje propio.

El linaje secreto

A los 27, la niña criada para evitar la vida disolvente del padre inventó el primer programa informático. Lo hizo sin estridencias, en un campo científico irremediablemente patriarcal. Ada no inventó la máquina: inventó la forma de hablarle. Las bases de la revolución tecnológica estaban allí, en notas al margen. Incluso hoy sigue siendo una rareza en materia de género. Ada Byron, condesa de Lovelace, lo vio antes que todos: no una máquina, sino una mente mecánica esperando instrucciones. Murió joven, a los 36 años, la misma edad a la que murió su padre. Tenía tres hijos adolescentes. La simetría engaña. Aristócratas o plebeyas, las mujeres siempre tienen que encontrar otro camino.

(*) Imagen generada con IA sobre la base de retratos pictóricos de Ada Lovelace.

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