El enorme peso de la deuda macrista

Por Hugo Ferullo*

La deuda pública que el gobierno argentino actual heredó de la desastrosa administración del gobierno anterior es, decididamente, imposible de pagar. El 80% de la misma está emitida en moneda extranjera, los plazos de pagos son cortos y el destino otorgado a los fondos obtenidos fue literalmente improductivo: lejos de usarse para financiar inversiones en infraestructura para el desarrollo, buena parte se utilizó, en contra del Convenio Constitutivo del FMI, para financiar la fuga de divisas de residentes argentinos y el desarme de carteras de no residentes.
Desde el momento que asumió, el gobierno actual sabe muy bien que, para pagar esta deuda contraída de manera tan irresponsable, no está en condiciones de destinar la más mínima porción de sus ingresos, fuertemente reducidos por la recesión heredada. La pandemia del coronavirus no hizo más que agravar las cosas: si antes de esta debacle no se podían pagar los compromisos, las posibilidades actuales de pagarlos son todavía menores. Como les dijo el ministro (Martin) Guzmán, con su habitual suavidad y precisión, a los acreedores a quienes está dirigida la oferta pública de refinanciación anunciada recientemente por el gobierno argentino: menos que nada es nada.
Con este diagnóstico elemental, el gobierno argentino ofreció a los bonistas un plan de pagos que supone un plazo razonable de gracia (tres años) y una quita importante, pero no menos razonable, en el monto de intereses adeudados (el capital de los bonos solo se reduce un 5,5%). La propuesta del gobierno fija una reducción del 62% de los pagos de intereses, pero los deja con un cupón de bonos promedio de 2,3% (el promedio pactado originalmente era del 7%). Si se la mira con buena fe, la tasa propuesta en concepto de pago de intereses, considerando el escenario internacional actual, no es baja (no es más baja, en todo caso, que las bajísimas tasas vigentes).
En definitiva, la quita que el gobierno argentino propone no hace más que equiparar su oferta a lo que, en grueso, pagaría hoy de intereses un país «normal», como cualquiera con los que negocian en la actualidad los grandes fondos que nuclean a los bonistas. Las alternativas que se abren para los acreedores son claras: o se cree que la Argentina puede recuperar la «normalidad» y se acepta la propuesta realizada, o se insiste con la intención de cobrar intereses de default, en cuyo caso se rechaza la propuesta y se termina de reconocer lo que todo el mundo ya sabe: el país está, a todas luces, en default.
La oferta que realizó el gobierno argentino recibió la aprobación mayoritaria de las distintas posiciones políticas expresadas hoy en el parlamento nacional, el apoyo del movimiento gremial en su conjunto, de la UIA, de la ADEBA y, a nivel internacional, del Papa Francisco, de la ONU, de la CEPAL, del G20, del FMI!, etc. Pocas veces en la historia moderna de nuestras economías de mercado, la propuesta de un país deudor hacia sus acreedores, que involucra una quita significativa de la deuda antes pactada, tuvo un nivel tan abrumador de consenso. A esto hay que sumarle el apoyo de muchos economistas, no solo heterodoxos sino también algunos muy ortodoxos, para no mencionar a figuras históricas como Keynes, quien defendió, como condición necesaria para reconstruir la economía mundial después de la Segunda Guerra, la necesidad imperiosa de respetar a rajatabla el derecho de cada país soberano a decidir, de manera autónoma, las medidas de política económica que se instrumentaran con el fin de resguardar el pleno empleo de sus propios factores productivos (el trabajo, muy en particular).
Definitivamente, la propuesta del gobierno argentino goza de una lógica impecable y tiene un gigantesco consenso académico y político. Sin embargo, la «negociación» con los acreedores privados no se resuelve solo apelando a ideas lógicas capaces de recoger un alto nivel de aprobación. Por encima de las razones que pueden esgrimirse para justificar las distintas posiciones, hay que sopesar el poder con que, de hecho, cuenta cada parte para intentar conseguir un mejor resultado. Y los bonistas que el país tiene enfrente en esta negociación cuentan, de hecho, con mucho poder; tanto como que pueden llegar a desconocer al muy variado elenco de instituciones formalmente poderosas que respaldan la posición de la Argentina.

Los acreedores externos de todos los países se encuentran hoy en una situación análoga a que padece la población amenazada por la Covid19: en cuarentena. Pero no perdieron el poder acumulado, sobre todo en los últimos diez años, después de los rescates estatales multimillonarios a bancos y corporaciones al borde de la quiebra por la crisis del año 2008. BlackRock, por mencionar solo uno de estos enormes fondos de inversión, mantiene vínculos muy estrechos con las administraciones de Francia, España y Estados Unidos y, en Argentina, los tuvo con el gobierno de Mauricio Macri. Este es uno de los diez principales acreedores de la deuda argentina emitida en dólares con legislación extranjera, que administran fondos que multiplican largamente el tamaño del PBI de nuestro país y que, en conjunto, tienen el poder de provocar el rechazo de la oferta que hizo el gobierno: suman cerca del 13 por ciento de la suma global a reestructurar y cuentan con una fuerte capacidad de presión para arrastrar a otros acreedores.
De todas maneras, la Argentina no tiene, en estas circunstancias, mucho para perder (más allá de lo que ya ha perdido!). En efecto, si la propuesta de re-estructuración resulta aceptada, este resultado equivale a un triunfo obvio del gobierno. Si, por el contrario, se la rechaza, el enorme consenso que logró la posición argentina se mantendrá más o menos intacto, sin que cambie sustancialmente la situación económica actual, donde la Argentina está ya fuera de los mercados internacionales de capitales financieros y con un gobierno que, por su parte, no tiene intenciones de endeudar al país todavía más, en moneda extranjera y con acreedores privados.
El problema económico más urgente del país está en otro frente: cómo financiar los enormes costos de la pandemia. Sin capacidad de tomar préstamos en los mercados externos, las opciones que se le presentan al gobierno no son muchas, ni difíciles de adivinar: o se toma deuda con organismos internacionales (o con algunos países, como China por ejemplo), o se recurre a recursos «propios», que solo pueden provenir del cobro de mayores impuestos a los que disponen de esos recursos (las grandes fortunas). Seguramente será necesario acudir simultáneamente a estos dos canales de financiación pero, mientras tanto, lo que el gobierno puso muy en claro, en boca de su joven ministro de economía, es que forzar una mayor austeridad con el fin de pagar deuda externa, «no solo sería desastroso en términos económicos, sino también inaceptable política y moralmente y, en última instancia, insostenible».

*Doctor en Economía. Docente e investigador UNT.

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