NEOLIBERALISMO, DESIGUALDAD Y DEMOCRACIA

ECONOMIA & POLITICA / Hugo Ferullo analiza el impacto que la extrema concentración de la riqueza producto de las políticas neoliberales tiene en el desarrollo y el aumento de la desigualdad. Cómo operan estas políticas a nivel de los estados y cuáles son los riesgos crecientes para la existencia de una genuina democracia.
Por Hugo Ferullo*

Lo que la teoría económica ortodoxa enseña respecto a la cuestión distributiva se reduce a postular dos principios generales. El primero afirma que lo que el capital y el trabajo reciben por sus servicios es el equivalente exacto de su productividad marginal; el segundo postula, que las oportunidades que la vida económica brinda son iguales para todos. Lo que se deduce de esta justicia distributiva elemental es que cada agente económico individual recoge, en una economía de mercados libres, exactamente lo que merece por su trabajo (como obrero, como profesional, como empresario, etc.). A esta teoría distributiva rudimentaria, la economía neoclásica agrega que si la sociedad pretendiera cambiar esta distribución debería hacerlo a través de un sistema impositivo que no altere la eficiencia del funcionamiento sin trabas de los mercados, lo que significa una ficción de impuestos totalmente justos y neutrales.
Ahora bien, que la retribución de todos respete puntillosamente la contribución productiva de cada uno y que toda tarea redistributiva del Estado no entorpezca el funcionamiento libre de los mercados, resultó cada vez más difícil de sostener, no solo en lugares donde la concentración de ingresos y riqueza fue siempre escandalosa, como América Latina, sino también en países ricos y con larga tradición “igualitarista” como los Estados Unidos, donde la desigualdad no dejó de crecer durante los últimas cuatro décadas. El enorme éxito editorial que resultó en este país el libro “El Capital en el Sigo XXI” de Thomas Piketty, se debe a que el enfoque económico neoclásico no puede justificar con argumentos convincentes las virtudes económicas que aporta esta fenomenal concentración del ingreso y de las riquezas patrimoniales, dinámica visible también aunque menos aguda, en los países más ricos de Europa.

“Con gobiernos capturados por poderosos actores económicos privados, lo que se instaura en lugar de la democracia es una verdadera plutocracia.”

 

Está claro que una distribución estrictamente igualitaria de ingresos no tiene demasiado sentido, por poco que nos preocupemos por la innovación, la eficiencia productiva y el crecimiento económico. Aceptado esto, la obra de Piketty nos previene sobre los graves problemas que la desigualdad “extrema” actual está causando en la economía mundial. Con este nivel de concentración, la desigualdad deja de ser útil para que las economías crezcan y muy por el contrario, se vuelve un enorme obstáculo para el desarrollo cuando facilita, de hecho, la creación y perpetuación de instituciones jurídicas y políticas diseñadas para defender los intereses de la pequeñísima franja más rica de la población y en contra del resto.

Poder económico y poder político

La discusión acerca de la desigualdad económica está planteando la imperiosa necesidad de arreglos institucionales que promuevan la participación de todos en las oportunidades que brindan los intercambios comerciales y financieros globales, lo que nos obliga a un debate racional que no se limite al funcionamiento sin trabas de los mercados y al “derrame” automático de sus frutos. Por más eficiente que sea una economía de mercado, nada sustituye a otras instituciones que aseguren la equidad, con medidas de redistribución que no tienen por qué estar necesariamente en conflicto con la eficiencia productiva global.
El avance de gobiernos plutocráticos que apoyan la concentración de riquezas con la propuesta de restaurar un orden mundial anterior a la Primera Guerra Mundial, no parece ser el mejor camino para un desarrollo económico global que busque integrar, en un proceso democrático globalizado, a todo el hombre y a todos los hombres. Lo que planteamos son los desafíos para la democracia de la extrema concentración y la desigualdad que la economía mundial actual muestra con toda crudeza, partiendo del siguiente silogismo:
El poder económico se convierte en poder político por canales actualmente muy conocidos, agrupados en la fórmula “captura regulativa”.
En las economías de mercado actuales el poder económico se distribuye de manera extremadamente desigual.
Como un gobierno democrático se basa en la distribución igualitaria del poder político, decir que las sociedades modernas son hoy democráticas parece ser una muestra clara de hipocresía política y económica.
De hecho, 2016 es considerado un “año negro” para la democracia, con fenómenos como el “Brexit” y el triunfo de Donald Trump en los Estados Unidos. Fórmulas como “asalto a la democracia” o “democracia quebrada” se leen en los grandes medios, pretendiendo sintetizar una alarmante desconexión entre muchos gobiernos actuales, elegidos democráticamente pero con una clara mayoría de la población decididamente en contra del ejercicio plutocrático que estos gobiernos practican abiertamente. Nos proponemos analizar la relación entre democracia y desigualdad y abordar los cambios radicales producidos por lo que hoy conocemos como “neoliberalismo”.
Más allá de las exigencias formales de nuestras democracias representativas: el gobierno de la mayoría, el derecho al voto, etc., todo sistema genuinamente democrático impone exigencias más sustantivas, comenzando por el simple reconocimiento de que ninguna democracia puede prescindir de cierto amor ciudadano por la cosa pública, cierta disposición subjetiva a un compromiso social que mueva a los ciudadanos a buscar influir en las decisiones colectivas y haga posible la participación (directa o indirecta) de todos en un debate abierto sobre los fines que perseguimos y los principales medios para conseguirlos. El sistema democrático exige también garantizar la viabilidad de los ciudadanos para cambiar las reglas de juego encarnadas en instituciones jurídicas y políticas determinadas, además de la vigencia de libertades civiles plenamente garantizadas: libertad de expresión, de asociación, de prensa.

Plutocracia vs democracia

Más allá del reconocimiento de que la democracia constituye un valor universal, aparecen una y otra vez promesas falsas o esperanzas mal correspondidas que dan pie a quejas bien conocidas, referidas a defectos en el ejercicio de los valores democráticos puros. Entre las más repetidas de estas quejas figuran las siguientes:

– el ciudadano no está nunca del todo educado para “gobernar” (ya Platón adelantó esta crítica al gobierno democrático, proponiendo el gobierno a través de una Academia de “filósofos”, para conducir los asuntos públicos con solvencia y responsabilidad);

– los gobernantes son siempre ignorantes (los asuntos de interés colectivo son cada vez más complejos y difíciles de manejar) y, sobre todo, corruptos (se guían por su propio interés y no por esa entelequia que algunos insisten en llamar “bien común”)

– la lucha de intereses es inevitable y todo intento de conciliación posible a través del diálogo democrático está condenado al fracaso,

– el crecimiento del aparato burocrático del Estado es un mal irremediable, lo que lleva a un más que escaso rendimiento de todo arte democrático de gobernar.

Si estas críticas gozan de alta objetividad, no es menos cierto que no tenemos por qué ponernos en el extremo de exigir el cumplimiento estricto de todas las exigencias del ideal democrático puro. Sin embargo, dos de estas promesas incumplidas están hoy corrompiendo la médula de las democracias: por un lado, el gobierno a través del ejercicio de la razón pública y, por otro, la visibilidad y transparencia del poder, lo que equivale a decir que no existe actor privado con significativos poderes ocultos, invisibles, a la hora de decidir cuestiones públicas. Estas dos condiciones son hoy denunciadas como grandes faltantes en nuestros sistemas actuales y, en ambas, el pensamiento económico implicado en el neoliberalismo está directa e íntimamente involucrado.
Empezando por esta última, un economista reconocido como Paul Krugman denuncia que la raíz de la actual pesadilla política norteamericana, en proceso de destrucción de la sustancia democrática a pesar de preservar sus cualidades formales, se encuentra en el apoyo financiero de las grandes corporaciones privadas a los grandes partidos políticos, lo que aísla al sistema de toda influencia popular efectiva. De este modo, con gobiernos capturados por poderosos actores económicos privados, lo que se instaura en lugar de la democracia es una verdadera plutocracia. Asimismo, Kenneth Arrow, que trató el tema democrático en su famoso “teorema de la imposibilidad” que concluía de manera pesimista negando toda posibilidad a un sistema de gobierno que respete la voluntad de la mayoría, asegura amargamente que la extrema desigualdad económica actual y el ideal democrático constituyen una unión decididamente hipócrita. Daron Acemoglu señala la ascendencia de sociedades “oligárquicas”, donde el poder político está en manos de grandes corporaciones que impiden la competencia. Todas estas expresiones señalan la incompatibilidad entre un sistema democrático y la tolerancia de un poder de hecho, concentrado en enormes empresas multinacionales que se resisten a ser controladas tanto por el pueblo como por la disciplina del mercado competitivo.
En relación con la participación ciudadana en el debate público, la realidad muestra que el neoliberalismo imperante hoy en buena parte del mundo impone una visión diametralmente opuesta a este principio democrático medular. Lo que el neoliberalismo predica es que el público, el pueblo, tiene que ser un espectador pasivo, atomizado, ajeno a la vida política, reducido a la participación, a lo sumo, en Fundaciones y ONGs, obediente, disciplinado por el mercado e ignorante del poder real que, de hecho, tienen los grandes sujetos económicos privados. Una vez que el mercado “informa” sobre los precios, no hay nada sustantivo que el pueblo tenga que debatir. El gobierno es cosa de “expertos”, que imponen que la tarea principal del Estado consiste en convencer al “pueblo” para que acepte la “verdad” que el mercado anuncia. En esto, resultan válidas duplicidades intelectuales poco coherentes por parte de los expertos, admitiéndose la necesidad política que “obliga” al gobierno a veces a decir una cosa a sabiendas que hará otra muy distinta.
En definitiva, son los propietarios de la riqueza los que tienen, de hecho, que gobernar y el “poder democrático” de cada uno depende de lo que tenga en su bolsillo. Esta es la “democracia económica” que predica el credo neoliberal, asentada en una activa y militante “fobia al Estado” y en un arte de gobernar que impone al mercado como el único mecanismo capaz de controlar al Estado depredador. En las antípodas de esta posición, Amartya Sen nos ofrece sólidos argumentos para mostrar que la democracia, entendida como el gobierno a través del debate público, es un valor universal, compuesto por un valor intrínseco (la libertad y la participación en la vida política), un valor instrumental (no hay manera más efectiva de presionar sobre el poder para conquistar derechos y evitar los peores males, como las hambrunas) y un valor constructivo que nace de cómo aprendemos unos de otros, cómo crecemos en valores, cómo establecemos prioridades viables. Enseñanzas de este tipo son las que necesita hoy el pensamiento económico si pretende conservar su raíz democrática.

*Doctor en Economía, Universidad Lumiere Lyon 2, Francia. Docente e investigador UNT.

También te podría gustar...

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *