Sinocapitalismo, cine y algorítmica plebeya

El autor nos propone una serie de preguntas sobre la nueva imagen del mundo que se forma con la aparición de la floreciente superpotencia asiática, la República Popular China, y la literal viralización de su hegemonia. Como toda imagen, sólo se hace visible por medio de una fantasía. Por tanto, propone una relectura de una película del destacado director chino, Jia Zhangke, estrenada en 2004. Se llama El mundo. ¿Qué podemos ver en ella 17 años después, luego de la deslegitimación del neoliberalismo y de la llegada del Covid?

por Aldo Ternavasio

0. El gran historiador marxista Eric Hobsbawn sostuvo que el siglo XX fue un siglo corto. Comenzó en el año 14, con la primera Guerra Mundial y la posterior Revolución rusa y terminó con la caída de la URSS. Cabría preguntarse cuándo comenzó el XXI. Si tuviese que elegir un suceso, diría que el siglo XXI comenzó con el acto de inauguración de las Olímpiadas de Beijing en 2008. Cuando el imperio milenario celebraba su victoriosa llegada al capitalismo hipertecnológico, EEUU llevaba adelante una descomunal estatización de las también descomunales pérdidas del Capital Financiero. Beijing y Wall Street. La misma tecnología que encumbraba a uno permitió el colapso del otro. No obstante, aún no terminábamos de escuchar el ringtone del nuevo orden geopolítico. La rapidísima dispersión del Sars-Cov-2, está corrigiendo esa distracción. La fantasía necesita ponerse al día. ¿Qué cosas están en juego en la nueva imagen del mundo? ¿Qué lugar tenemos en ella? ¿A quiénes designa la primera persona del plural? Y ahora que advertimos que la imagen ha cambiado, ¿cuál es el otro pasado de la nueva imagen?

1. Que el Covid haya venido de una ciudad China no es más que el recordatorio que nos hace la Historia (es decir, la Naturaleza) sobre un hecho que no necesariamente alcanzamos a percibir en su plena extensión: vivimos en un planeta postoccidental. Que la locomotora del capitalismo ya no sea ni a vapor, ni a carbón, ni a petróleo, sino a levitación electromagnética no tiene otro significado que el de señalarnos que ya no alcanza con mirar a Estados Unidos para enter el mundo en el que vivimos.
¿Hacia dónde hay que mirar? Ningún misterio. Pero ¿cómo hacerlo?
Conocemos todos los cliché de las grandes metrópolis occidentales. La gente, las ciudades, las historias, los conflictos… La extensión de ese conocimiento es una media del éxito que tuvo su hegemonia. Pero lo cierto es que el capitalismo más dinámico y entusiasta hoy es el chino. Y de China no sabemos nada. No sólo nosotros (¿nosotros?), que vivimos en los márgenes de Occidente. Occidente tampoco sabe nada de China. Y este otro desconocimiento es una medida del carácter subordinado que está empezando a evidenciar el capitalismo euronorteamericano.

Lo que quiero decir, no es que falte información. Falta otra cosa, la capacidad de entender cómo somos mirados. Siempre falta esa capacidad, pero no siempre sentimos que la necesitamos. En todo cliché hay una idea sobre los otros y sobre lo que imaginamos que somos para ellos. Y no se trata de un problema de relativismo cultural, sino de cuál cultura da las órdenes y cuál las obedece. Porque la voz que ordena es también la que permite ver. Decide los colores del cristal con el que se mira.

Todo sucede como si comenzáramos a vivir en la superficie de un guante cuyo anverso ahora es el reverso. El uso universal de la primera persona del plural ya no sólo es impúdico. Es pueril. ¿Y si ahora es Occidente en su conjunto el que resulta exotizado? ¿Cuánto faltará para que algún crítico literario europeo, profesor visitante de alguna universidad china, relea al palestino Edward Said y escriba un libro que se llame Occidentalismo?

El desconcierto del mando occidental tiene que ver con la falta de experiencia respecto a ocupar el lugar subordinado. Adolece de cierta incapacidad para percibir la máscara oriental sobre el rostro occidental. Parafrasear Frantz Fanon, el autor de Los condenados de la tierra, resulta banal y exagerado. Es verdad. Pero todo llega. Y en primer lugar, llegan las fantasías.

No es tanto que occidente haya entrado en una crisis. Siempre lo está. Es parte de la lógica capitalista. La crisis, para el capital, siempre fue la utopía de una revolución sin cambios sociales. Sin cambios sociales, y permanente. Lo que ocurre es que las corporaciones y los Estados al oeste de Oriente perdieron esa prerrogativa. Ahora ya no tienen la capacidad incontestable de aprovechar las crisis autogeneradas transfiriendo sus costos al resto del mundo.
Quienes vivimos en estos lugares que forman parte de lo que en la era anterior se llamaba Tercer Mundo, disponemos de cierta tradición que nos enseña a absorber las crisis que nos transfieren las metrópolis. Siempre fue así. Lo que ocurre ahora es que el Tercer Mundo realmente existente ya no puede absorber toda la crisis de Occidente. Y China, que podría hacerlo, ya no acepta cumplir ese rol. Es más, también logró una posición que la convierte en una gran exportadora de crisis. El mundo postoccidental va a ser encantador.

Lo cierto es que con este plot point, con este punto de giro de la trama, el guión de nuestro capitalismo cambió de género. Entramos en otro registro. Estamos tan acostumbrados a las aventuras que ya no sabemos qué mirar cuando la película se torna realista. Ni hablar de lo que ocurrirá cuando ya no consigamos los subtítulos. Quizás sea hora de entender que ‘nuestra’ tradición ya no es la del capitalismo, sino la de quienes lo enfrentaron.

 

2. 世界, Shìjiè, The World o El mundo es un largometraje del director chino Jia Zhangke estrenado en 2004. Si bien es probable que su filmografía más conocida en Occidente sea la posterior, esta película marca un punto de inflexión en su obra. Mientras sus primeros trabajos mostraban la persistencia de una China precapitalista al margen de la hiperdesarrollada superpotencia que ya había comenzado a emerger, El mundo se sumergió en la nueva escena del sinocapitalismo. Aquí, escena –ya veremos por qué–, tiene un sentido literal. La historia que cuenta este film transcurre en un parque temático que realmente existe en las afueras de Beijing. Se llama, justamente, El mundo y tiene una réplica a escala de todos los grandes símbolos arquitectónicos del planeta. Desde el Taj Mahal hasta una Manhattan con las Twin Towers incluídas, desde el Big Ben hasta la Plaza Roja. Y, por supuesto, no faltan ni la Torre Eiffel y ni la de Pisa. No está claro que haya algo de Latinoamérica aparte de, evidentemente, la soja que alimentó los cerdos cuya carne comen los trabajadores del parque en los pocos minutos que tienen para el almuerzo.

 

La protagonista de la película, interpretada por la hermosa Zhao Tao, es una bailarina que trabaja allí. Basta con decir que en ese lugar se entrecruzan la vida y los amores de empleados diversos, guardias, policías, funcionarios estatales y mafiosos de todo tipo. Incluídos, desde luego, los nuevos empresarios milmillonarios.
Pero en esta oportunidad, no me interesa tanto la historia que cuenta la película. No porque no sea interesante, sino porque hay algo que me importa aún más. Se podría decir que la locación, El mundo –el parque temático real/ficcional–, ya es una historia por sí misma. De alguna manera, en este relato se trata de una historia sin Historia. Un lugar en el que la temporalidad histórica ya no es una línea horizontal con un sentido determinado, con un antes y un después definidos. Con un ritmo. Al contrario, es una maraña de bucles que vuelven permanentemente sobre sí mismos entrecruzándose en lo que se asemeja a un gran museo del déjà vu internacional. Es la temporalidad del capitalismo en presentaciones cada vez más destiladas.
Lo revelador de todo esto, son los nuevos significados que hoy aparecen en esta película. Al menos, para nosotros, los no chinos. Cuando se estrenó, todo parecía como si lo que estuviésemos viendo fuese la llegada de la lógica cultural del capitalismo tardío a la gran nación posmaoista. Ésta, parecía estar dejando atrás el sufrimiento de la revolución cultural pero no sin incorporar todo un repertorio de nuevos padecimientos. Lo que aún no podíamos hacer el año de su estreno, era desplazarnos de nuestro euro-norteamerico-centrismo medular y advertir que lo que aparecía en el largometraje de Zhangke era la percepción que ahora tiene China de su nueva relación con el mundo. Un nuevo pliegue planetario envuelve al mundo, pero ahora lo hace en favor de un envolvente diferente. Esta vez, es Occidente el que es observado. Si se me permite la expresión, es ‘parquetematizado’. Es tentador pensar que ahora Occidente es el dinosaurio del parque jurásico. No obstante, esa imagen aún sigue siendo muy autocondescendiente. ¿Es Occidente, en el sinocapitalismo, un producto de la ingeniería genética china, una recreación hecha a partir de un fragmento del ADN de una cultura extinta, la grecolatina-judeocristiana, conservado en el ámbar de la forma-mercancía? El gran fantasma occidental: quedar capturados por los efectos especiales del blockbuster chino sobre la neomilenaria Historia Universal. Todo lo sólido se disuelve en un parque temático.

De cualquier manera, no deberíamos pasar por alto que en toda la obra de Zhangke, especialmente en sus documentales, es fundamental cierta estructura de Matroshkas. Muñecas dentro de muñecas. Solo que en una muñeca real, hay otra ficcional y dentro de esta, otra real y así hasta el infinito. Podemos ubicarnos geopolíticamente al nivel de una muñeca real o de una ficcional. Da igual. Pero hoy, lo que inequívocamente se observa en El mundo, es que, sea como sea, siempre será China la gran muñeca que nos contenga. Su capitalismo.

3. El hilo conductor que nos lleva sin solución de continuidad del eurocapitalismo al sinocapitalismo es la espectacularización de la política. Pero ya no es el espectáculo para el Individuo, porque el propio Individuo se disolvió en el espectáculo de sí mismo. Un espectáculo que ya nadie está en condiciones de ver salvo la megamáquina de control y sus ejércitos algorítmicos. Si el fascismo y luego el liberalismo estetizaron la política ocupando con ella el lugar de la fantasía, ahora el sinocapitalismo algoritmizó la estética. En la dirección que nos indicó Walter Benjamin, será necesario politizar el arte, es decir, activar la tradición de las sensorialidades oprimidas. Pero éste arte ya no es nuestro Arte, que todavía es demasiado occidental. Por estética, deberíamos comenzar a entender algo así como el arte de politizar la vida, la sensibilidad. No hay utopía comunista que pueda ser imaginada si antes no se saca a la vida de los espectáculos que la atenazan. Nuestro Palacio de Invierno, la inteligencia artificial y su conectividad universal. La fórmula: Soviet más digitalización. Sea lo que sea lo que esto quiera decir. Una Inteligencia Artificial desprogramante y, por qué no, una Imaginación también artificial. Llevar todas los formas de la pobreza actual hasta el corazón de lo digital. Escuchar otras voces para despejar otras formas de ver.

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