Hacerse vacunar

 

 

Por Aldo Ternavasio*

Paul Virilio, con su optimismo característico, señalaba que cada nueva tecnología inventa su propio accidente. Desde la máquina de vapor, el trapiche, el automóvil hasta Chernobyl, Fukushima…, etc. No es necesario agregar más ejemplos siempre y cuando veamos en ellos una forma que repetimos en todos lados, todo el tiempo y a todas las escalas. Con seguridad, el virus SARS-CoV-2 es un accidente tecnológico. No porque haya salido de un laboratorio, sino porque es el efecto de la proliferación de un conjunto de tecnologías que tienen, entre otras consecuencias, la capacidad de multiplicar las probabilidades de la zoonosis y de convertirla en pandemia.
Pero de un modo u otro, sabíamos que en algún momento esto iba a ocurrir. Fue un accidente esperado. ¿Deseado? Sea como sea, la paradoja no disuelve su accidentalidad porque esperado o no, cambia la escena en la que esperábamos su ingreso. Estaba inscripto en el inconsciente civilizatorio del capitalismo tardío. Es decir, era sabido, pero, a la vez, también meticulosamente barrido bajo la alfombra de los beneficios. Oído, pero no escuchado. Apropiado, pero no declarado. Y, como bien sabemos, lo que ocurre debajo de la alfombra no sólo tiene vida propia, sino que también nos gobierna.
El accidente pangénico –por llamarlo de alguna manera–, ya tenía nombre incluso antes de su variante pandémica: Capitaliceno. Vivimos en la Era que se distingue por aquello que le hacemos a la Tierra con nuestro modo de producción. Pero el accidente no es lo que le hacemos al planeta sino, como observaba Isabelle Stengers en un hermoso libro, es lo que la Tierra ahora nos hace a nosotros. La intrusión de Gaia.
Como en una suerte de contrabautismo material, el cambio climático nos vuelve terrestres. Nos exige pasar del heideggeriano y contemplativo ser-para-la-muerte a un más pedestre y militante ser-para-la-extinción. Algo, al menos hasta el momento, aparentemente imposible. Enfrentar la finitud de la vida es una tarea que siempre podemos hacer en casa y entre amigos y gente querida. El final de la especie, si es que quisiéramos confrontarlo, supone la voluntad de condescender a un cuerpo común, colectivo. ¿Cómo amar la especie sin antes reconocernos como una? ¿Cómo reconocernos como especie sin extinguirnos antes como humanos? Porque la «especie humana» se reconoce como tal por ser, a la vez, una Especie del Reino Animal y un Reino único, excepcional, no natural.
El accidente subjetivo. No parece necesario que tenga que venir el fin del mundo a demostrar los alcances de la estupidez humana. Se podría decir que su potencia autogenerativa es más que elocuente. Nuestros problemas van más allá. Si, como observaba Virilio, cada tecnología inventa su accidente, cabría pensar que esa gran tecnología de la modernidad, el sujeto, nos está dejando experimentar al menos algo de su siempre renovado potencial catastrófico. Si esto es así, y si la analítica del sujeto es, finalmente, otra tecnología contemporánea a las del Capitaliceno, quizás no haríamos mal en detenernos a pensar no ya en lo que le hacemos a la vida, sino en lo que ahora ella nos hace a nosotros. La intrusión de Bios, esa gran vida inorgánica.
Mientras renunciamos a interrogar a aquello que hace posible las tecnologías del sujeto, ¿no estaremos arriesgándonos a hacer de nuestras vidas algo finalmente inhabitable? ¿Entendemos los alcances del desafío que implica para nuestra imaginación dar forma a una vida sustentable? Por supuesto, las preguntas son retóricas. Parece poco probable que estemos igual de predispuestos a dimensionar la escala del accidente psicogénico en curso (una vez más, si se me permite semejante expresión) como lo estamos para la del geogénico.
¿Pero a qué viene todo esto? Hoy asistimos en nuestro país a un debate. Me corrijo. A un bullicio. Algo que se asemeja en extrañeza –pero no en belleza–, a esa sobrecogedora polifonía de la selva cuando, al atardecer, superpone las incontables voces de las especies. Vacunarse o no vacunarse. Ayer escuché a un hipersensato autopercibido, Ernesto Tennembaun, que sin dudas no es ni una Canosa o un Eduardo Feinmann, paradigmas de estupidez, ni un Longobardi o un Lanata, paradigmas de hipocresía. Tennembaun cree en el justo medio e, invocándolo, se siente libre para sugerir que no es serio vacunar a la población con la Sputnik V, que quizás no lo sea con ninguna, pero con la vacuna rusa, seguro no. Creo que Tenembaun no entiende lo que está pasando. Pero no sé si la mayoría de nosotros, cuando nos limitamos a atribuirle a los otros una aviesa y espuria ceguera ideológica autoinfligida, lo estamos entendiendo. Es hora de admitirlo, tenemos problemas nuevos. Graves problemas nuevos. Necesitamos ideas nuevas para enfrentarlos. Lo que viene a ser una verdad de Perogrullo si no fuera por el irritante hecho de que lo nuevo se produce sólo si hacemos contacto con lo que está fuera de lo que creemos bien fundado.

*Lic. en Artes. Docente UNT. Ensayista.

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